MI BIOGRAFÍA (I PARTE)

(De la obra “Lucha con Amor” 1° edición octubre 2008  – 2° edición febrero 2015)

Por Helen Fares de Libbos.

Empiezo a recontar mi existencia desde los seis años de edad. Crecí al lado de mis abuelos paternos y fui la mayor de ocho hermanos, seis mujeres y dos hombres. Muy cercana a los afectos de mi abuelo, compartí con él momentos inolvidables en sus quehaceres cotidianos, pues en nuestro pueblo, él desarrollaba actividades comerciales a la vez que calmaba el dolor de la gente gracias a sus facultades sanadoras. Por este motivo el primer golpe que recibí en la vida fue la muerte de mi abuelo. Su partida representó un enorme vacío, pues me sentí sola y angustiada, sin la persona que me adoraba y protegía. Sin embargo, reconozco que el desamparo inicial y el dolor angustioso me dieron valor y me maduraron, porque a partir de entonces, empecé a actuar con mi propio criterio como una persona adulta, porque entendí que ya no tenía protector y por lo tanto debía seguir mis impulsos, “hacerme sola” y enfrentar la vida sin orientación ni ayuda personal.

Al poco tiempo de morir mi abuelo, mi padre que era el único hijo varón en su familia, casado y con ocho hijos, perdió toda la herencia que le dejó su padre, en juegos de mesa. Reconocer la irresponsabilidad de mi padre que evadió las obligaciones que tenía con sus ocho hijos fue para mí una experiencia dura y amarga. Sin embargo, esta circunstancia permitió que aflorara en mí el sentido de responsabilidad y fue un acicate para convertirme en una luchadora de la vida.

Los problemas económicos de mi familia fueron enormes; cada día reprochaba a mi padre por no llevar el alimento para su familia, y criticaba a mi madre por ser tan sumisa y tolerante con esta absurda situación. En mi interior, me prometí entonces que algún día yo recuperaría todo lo que mi padre había destruido. Muy temprano establecí la relación con Dios y le rogué que me mostrara el camino apropiado para conseguir lo que necesitaba. En mis sueños comencé a identificar una pared con las palabras: “Usted puede, empiece y realice”. A los seis años comencé a estudiar con mis dos hermanas menores. Al entrar en el colegio se despertó mi espíritu emprendedor y me dediqué a hacer pequeños negocios, aunque siempre pensaba en grande. Adopté un sentimiento de responsabilidad por mi familia y en consecuencia aniquilé los años de mi niñez. Desde esa época, me encantó el trabajo manual; hacía pequeños bordados y tejidos para vender y en esta forma pude ayudar a mi madre a pagar el estudio de mis hermanas y el mío. Negociaba con todo lo que estuviera a mi alcance; cambiaba o vendía mis onces: siempre estaba en disposición de negociar. Cuando no tenía qué vender inventaba juegos y rifas o buscaba objetos de la naturaleza como piedras que pintaba o transformaba en dados y luego las vendía a mis condiscípulos. A pesar del apoyo económico que mi actividad representaba en el hogar, mi madre me reprochaba con cariño, diciéndome: “niña, esas son cosas para grandes”. Yo le respondía: “Nunca las cosas son grandes para un ser humano de mente sana con manos, pies e inteligencia, es decir un cuerpo sano. Lo importante es querer y manos a la obra”.

Quiero señalar que desde que tuve uso de razón, he sido muy organiza vivo pensando en el mañana. Antes de dormirme programo el día siguiente, y espero despertar para realizar lo que deje propuesto. Esta es la razón por la cual me ha rendido tanto el tiempo de mi existencia. También quiero resaltar que tengo una gran capacidad ahorrativa y en cada circunstancia veo una oportunidad de negocio. Por ejemplo: nunca permití que mi madre regalara su ropa vieja; yo la cogía, la cortaba y la adaptaba para mí. No me gusta perder tiempo ni siquiera en mi pensamiento. Siempre he tenido un proyecto en marcha y muy pronto entendí la importancia de fijarme metas, porque los triunfos no son gratis. Comencé a lograr mis objetivos, porque me fijé metas claras y posibles, sin consultar con los demás. Busqué superarme y en el camino de la vida tuve que enmendar errores y superar dificultades; me caí y me levanté cuantas veces fue necesario para madurar. Con el tiempo, comprendí que la vida tiene un orden, que primero es el uno y luego viene el dos, y que del fracaso sale la victoria. Entonces, decidí eliminar de mi vida la palabra fracaso y sustituirla por el lema: “Quiero, puedo y hago”.

Es triste pensar que existen quejumbrosos que se lamentan por no tener empleo, pero no tocan una puerta ni hacen esfuerzos por salir adelante, porque les cuesta trabajo pensar. Bueno, ahora sigo con mi historia. En medio de esa lucha, terminé la primaria y para hacer el bachillerato tuve que cambiar de colegio, pero comenzó una etapa muy interesante en mi vida.

Nos fuimos a vivir a Beirut y al poco tiempo, nació mi hermano después de cinco niñas, el nuevo bebé implico más responsabilidad para mí, es decir, uno más para cuidar. A pesar de todos los esfuerzos e inconvenientes que pasé,  recuerdo la época de estudiante como la mejor de mi vida.

Vivíamos en la ciudad y durante las vacaciones de verano, subíamos a las montañas, a la casa finca que nos había dejado mi abuelo, donde se cultivaba toda clase de frutas imaginables. De esa época tengo un recuerdo muy lindo y preciado en mi corazón, porque cuando llegábamos a esa casa, me decía que algún día tendría el dinero suficiente para construir una casa igual para mí. En cada uno de sus rincones, imaginé el diseño de lo que sería mi futuro hogar; así se despertó mi interés por el diseño y a donde fuera de visita, observaba el diseño, las divisiones, la decoración y los jardines. No tuve oportunidad de estudiar diseño o arquitectura que era mi sueño, porque me casé demasiado joven.

Apenas había cumplido 16 años, cuando mi padre llegó a la casa y me informó que un joven había pedido mi mano. Como hasta ese momento yo no había tenido siquiera un amigo, acepté que me visitara sin pensar en la posibilidad de matrimonio con él. En verdad, fue una sorpresa verlo en mi casa, porque a pesar de que éramos de la familia, nunca lo había visto antes. Era un joven de 20 años que me impresionó porque era muy chusco. Al poco tiempo, y cuando noté que las cosas se estaban poniendo muy serias, me negué a verlo y le mandé a decir que no quería casarme con él. Él reaccionó, siguiéndome por donde yo iba sobre todo a la iglesia, hasta que me convenció y ahora llevamos más de 40 años de casados en medio de dudas y sobresaltos. Al poco tiempo de casarnos, me di cuenta que este joven no me convenía, pero ya era tarde para retroceder.

El hombre con quien he compartido mi vida, nunca asumió el compromiso afectivo con entereza; se casó conmigo para cumplir su sueño y porque mis padres le dieron excelentes referencias mías y ellos quisieron ayudarlo.

Al mes de habernos casado, mi marido se fue a trabajar en la finca de su padre, mientras yo me quedé en casa de mis suegros con tres cuñadas solteras. Muy pronto empezaron los disgustos porque ninguna de ellas sabía hacer algo, ni siquiera leer ni escribir, sólo mandar y gritar. Ante esta situación intolerable, mi esposo y yo decidimos vivir solos y cuando estábamos buscando la solución, un hermano de mi marido que vivía en Kwait, decidió ayudarnos, nos propuso que nos fuéramos con él y aceptamos gustosos.

Lejos de mi familia y sin conocidos, mi primer éxito en esa tierra extraña fue entender que debía valerme por mi misma, sin la ayuda de nadie, ni siquiera de mi esposo. En esa época, la vivienda era muy escasa en Kwait; apenas comenzaba la explotación del petróleo en un área del desierto que tenía unos 800.000 habitantes que vivían en cuevas y se alimentaban con dátiles, leche de cabra y carne de camello, mientras los animales comían las hojas de los dátiles. Los habitantes que vivían hacia la costa, comían más que todo frutos de mar. Era un país recién nacido que ofrecía toda clase de trabajo para los extranjeros como nosotros.

La única vivienda que mi cuñado pudo conseguir para nosotros fue una alcoba en donde yo tenía que cocinar y lavar. El baño quedaba a media cuadra y para usarlo mi esposo me acompañada porque era una letrina llena de cucarachas que me producían pavor. Mi esposo trabajaba con su hermano como chofer de una volqueta porque no sabía hacer otra cosa. Llevábamos seis meses de vivir en ese país, cuando mi cuñado nos informó que estaba vendiendo todo que tenía  porque se iban para Sur América y nos consiguió un apartamento mucho mejor pues tenía baño y todo lo necesario.

Unos meses después, quede embarazada de mi primer hijo y entonces organice mi primer negocio,  tejiendo saquitos de lana para bebe. Mi marido seguía haciendo un viaje diario en la volqueta; se iba en la mañana y regresaba en la tarde, porque debía esperar que el mar bajara para poder recoger la arena.

De aquella época recuerdo un día muy especial: la dueña del apartamento llegó a cobrar el arriendo; después de pagarle, le ofrecí un café. Y cuando terminó de beberlo, me preguntó si yo sabía leer el café. Aunque jamás lo había hecho, le dije que sí; tomé la taza en mis manos, miré su fondo y con mucha seguridad, comencé a hablar. Se me ocurrió darle consejos para mejorar su aspecto y enseñarle a maquillarse; después, le sugerí que se pintara el cabello, pues era muy bonita, pero descuidada. Al final, la animé, la peiné y luego desfilé con mi ropa para que observara mis modales y forma de caminar. La señora se fue encantada y al otro día volvió con tres parientes más para que también les leyera el café. Por supuesto que lo hice, y le cobré a cada una un dinar que en esa época, equivalía a tres dólares y medio. Ellas también quedaron satisfechas con mis sugerencias y siguieron viniendo y trayendo más señoras para que les leyera el café y les diera consejos. Las mujeres se tapaban el cuerpo y el rostro con mantas negras hasta el suelo, y como eran tantas y el espacio de mi casa tan pequeño, se sentaban en el suelo; parecían chulitos con sus vestimentas negras. Con todas hacia lo mismo: les leía el café, las peinaba, sacaba moldes de mi ropa y les hacía vestidos, las maquillaba y les daba consejos para que el marido no las dejara por otras. Según la ley, en Kwait, los hombres pueden casarse con las mujeres que quieran, siempre y cuando las puedan instalar y les tengan todo lo necesario.

Después de dos años y medio y con dos hijos, decidimos volver al Líbano y nos hospedamos en casa de mis suegros. Como ambos habíamos trabajado, teníamos algún dinero que ellos lo tomaron con el pretexto de que nos lo iban a guardar. A los dos meses, arreglamos viaje otra vez para Kwait, pero Layla se enfermó por el calor y mis suegros nos convencieron de que la dejáramos con ellos. Al volver a Kwait, las cosas no fueron como antes, porque conseguir trabajo se había vuelto difícil. Nos instalamos en una nueva casa, pero como en ese sitio no tenía gente conocida, el trabajo era muy poco. Volví a quedar embarazada y a los siete meses regresé al Líbano con mi hijo en busca de Layla porque me hacía mucha falta. Entonces nació mi otra hija Amal y casi al mismo tiempo, llegó mi marido con un carro nuevo que había comprado con el dinero de su trabajo. Tan pronto llegó, le prestó el carro al hermano que había vuelto de América para casarse.

Pero entonces, vinieron los problemas porque mi cuñado estrelló el carro, enseñándole a manejar a la esposa, y tuvimos que venderlo por lo que nos quisieron dar.

Volvimos a Kwait con dos hijos, pues Layla se quedó otra vez con mis suegros. En esta oportunidad, nos fue muy mal, porque el país había progresado mucho en tres años y ahora, poseía leyes e instituciones al estilo de Inglaterra. En verdad, era un paraíso porque no se presentan robos ni atracos, pues a quien sorprendieran robando, le quitaban una mano o los dedos, según la falta que cometiera. Otras veces, al delincuente le daban latigazos en la espalda, en la plaza central. Traté de volver a organizar mi negocio, pero fue imposible progresar y mi marido tampoco pudo seguir el trabajo de antes. Por este motivo vendimos todo lo que teníamos y regresamos al Líbano. Mi marido compró un taxi Mercedes Benz y empezó a trabajarlo; a mí me dieron un apartamento en Beirut, cerca de mis padres y los niños comenzaron a estudiar.

Tan pronto me instalé, tomé clases de modistería, flores plásticas y pintura en tela, mientras mi familia me ayudaba a cuidar los niños. Organicé un taller de modistería en mi casa y comencé a tener muchas clientas. Como el dinero que mi marido ganaba se lo daba a su padre, yo tenía que trabajar sin descanso para cubrir todos los gastos de nuestra familia. Cansada de esa situación y en busca de una mejor oportunidad, le escribí una carta a uno de mis cuñados, y él me respondió, pidiendo que le ayudara para viajar a Colombia. Acepté gustosa con la condición de que a los seis meses nos recibiera a nosotros.

Al llegar el plazo convenido, sólo pudo viajar mi marido y con sus ahorros, consiguió una bomba de gasolina en Chiquinquirá, en sociedad con su hermano. Mis hijos y yo llegamos 14 meses después de haberse venido mi marido..

Llegamos a Bogotá el 26 de agosto de 1969, en un vuelo procedente de Caracas. Mis tres hijos y yo habíamos salido de Beirut rumbo a Ámsterdam, dos días antes y de allí volamos hacia América. Desde cuando pisé tierra colombiana, me di cuenta de que había llegado a una tierra maravillosa y me sentía como si hubiera llegado al paraíso. Nuestro tío Miguel Saad que vivía en Chiquinquirá, me ofreció ayuda e inmediatamente tomé la determinación de salir adelante, trabajando sin descanso.

Continuara….

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