Por Jorge Enrique Santacruz
La época de las vacaciones coincide casi siempre con el final de un año escolar. Y ser bachiller trae su recompensa. Por lo tanto, hay que pensar en un destino turístico para ello. Y si hay algo que se quiere, se espera, o algo más contundente; se anhela – es ir a San Andrés Island.
Ahí en donde se deja volar la imaginación; hoyos sopladores, cuevas de piratas, vueltas que son más que vueltas, piscinas en el mar, murallas de corales, cocos locos, un pueblo que por extrañas razones habla en un idioma distinto al nuestro, un deseo de no regresar cuando aún no se ha llegado, un sol y unas playas ardientes de arena blanca y un agua de siete colores, porque así ve desde el avión cuando se aproxima a la isla de la fantasía.
Y, ya ahí, en la isla mágica, al ver cumplidos los anhelos o como por arte de magia o será por su aire y vientos, sus palmeras, su música que solo se oye y se siente, su olor salino, su indefinible encanto, desaparecen los buenos y los malos estudiantes y todos cobijados por un manto mágico; todos parecen en un solo salón. Y unidos, disfrutan de ella; de sus noches, de su mar y de una nueva amistad o tal vez del amor florecido en esta tierra de encanto y magia. Ah y todo lo anterior en tan solo cinco días y cuatro noches, he ahí la magia de este precioso pedazo de tierra colombiana.
Así como se anheló, así también se acabó: la excursión, el viaje a la isla, a la isla de San Andrés Island.
Atrás queda la vuelta o talvez las vueltas, lo que se busca y no se encuentra, lo que llega como llegan las cosas buenas o malas. De repente, los deseos y las decepciones, porque así son las excursiones; un baúl como el del pirata, lleno de sorpresas.
Y consigo, se llevarán los recuerdos, las promesas, los deseos cumplidos y los no cumplidos.
Y testigo de esta nostalgia y propósitos será: el mar, ese mar de los siete colores.
Y cumplido este anhelo solo nos falta el inalcanzable hasta ahora: la copa.
