A propósito de la implosión


UN IMPROVISADO CAPELLÁN

Por Capitán (Ra) César Castaño.

A propósito de la implosión del edificio del Ministerio de Defensa Nacional, en el CAN, una anécdota sobre mi paso como “Capellán” en esa edificación.

En diciembre de 1990, siendo teniente de primer año, ocupé una oficina en el segundo piso del Comando del Ejército, en la Capellanía General, cerca de la del Comandante y la del Jefe de Estado Mayor. Un sacerdote sulpiciano y coronel, Darío Villegas Londoño, capellán de la fuerza en ese entonces, salió a 45 días de vacaciones. Yo era oficial alumno del Seminario Mayor, la orden que me dieron desde el Obispado Castrense fue “reemplazar” al padre Darío y ocuparme de la oficina junto a Blanquita, tía del hoy Brigadier general Raúl Flórez, quien fue colaboradora por varios años de la curia (La verdad es que necesitaban alguien que se quedara ahí, pero yo me lo tomé muy en serio).

La ingenuidad me llevó a pensar que como estaba allí podía cambiar mis Torres de Castilla emblema de los ingenieros militares, que portaba en el uniforme, por el símbolo de Culto que identifica a los capellanes castrenses. Al segundo día de estrenar mi nueva condición, entró a “mi oficina” el segundo Comandante del Ejército, el general Farouk Yanine Díaz. Al verlo me le presenté con la energía de un seminarista, se sorprendió por encontrar en mi pecho el distintivo de Lancero, movió su cabeza en gesto de desaprobación y me citó a su oficina. 

Cuando estuve frente a él me llamó fuertemente la atención por usar un distintivo en mi uniforme que según decía, yo no me había ganado. Quedé frío pensando en el símbolo de culto que había osado portar, pero cuál no sería mi sorpresa cuando me dijo: 

Usted no puede irrespetar el símbolo de los lanceros, esa lanza no le pertenece…

De cierto modo descansé, me dediqué entonces a explicarle que era oficial de ingenieros militares en comisión de estudios en el Seminario Mayor, que contaba con la autorización de los Comandantes y del Ministro de Defensa, que había hecho el curso de Lancero y que aspiraba seriamente al sacerdocio.

Ah, ya entiendo teniente, dijo mi general, ¡pero hágase 22 flexiones de pecho por ‘intentar’ engañar al Segundo Comandante del Ejército! 

Tras el ejercicio, me dijo sonriendo “acompáñeme y me cuenta esa historia, he visto locuras, pero la suya es muy particular”. Le conté entonces que mi comandante del Batallón de Ingenieros, en el Caquetá, mi Coronel Freddy Padilla de León, había apoyado y promovido mi solicitud de ingreso al Seminario, que era el único oficial del Ejército en Comisión de Estudios y que cursaba segundo año de filosofía.

Vale decir que de ahí en adelante mi general pasaba por la oficina y yo debía poner de inmediato el pecho en tierra, la gente que me veía quedaba sorprendida por el inusual volteo al “curita” ordenado por mi general, quien al terminar me daba la mano y me decía ¡ánimo cura lancero!

Fueron 45 días inolvidables, gente que entraba a que le bendijera una medalla, una estampita o a ‘confesarse’, por supuesto la bendición no era problema, aunque nunca supe del destino de los infortunados creyentes; jamás confesé, pues no estaba facultado para hacerlo, aunque la gente me decía “escúcheme Padre, así no me absuelva”, no valía explicarles que no me era posible. Por fortuna, solo tuve acceso a “ligeros pecadillos”.

Eran otros tiempos, pero ese es mi recuerdo del viejo edificio. No puedo ocultar un dejo de nostalgia por aquellos días en esa estructura que hoy cayó físicamente, pero que perdurará en la memoria de quienes la conocimos.

Foto del General Freddy Padilla de León

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