Un don nadie en Ciudad de México

Por Fernando Calderón España.

Si, México es latinoamericano.

Esa pretensión de algunos por llevarlo a la esfera norteamericana está lejos en tierra, en mar, en aire, en piel, en ánima.

Un país que colinda con un territorio de sangre anglosajona, parte del cual perdió, y que tuvo una notoria influencia francesa y una más baja de otras nacionalidades europeas, se aferra como el animal a su instinto de supervivencia, de una manera inusitada y rebelde.

La revolución mexicana siguió siendo más Azteca, que el mismo deseo de encontrar la autonomía que tienen las raíces de las plantas, que se desparraman en el subsuelo para sostener firme lo que se expresa por fuera.

A una especie de cara de mostrar que no esconde su melanina y que es contraria a esa que se insinúa al otro lado del Río Bravo y que es pálida, gélida, y ahora más pálida y gélida por los cambios de temperatura que vienen animados por la perversidad humana, se le suman los otros rasgos de los antepasados que han descrito los antropólogos: cazadores, recolectores, labradores, pescadores que se pegan a las costumbres para hacer su faena diaria.

Los del otro lado, los de arriba, los blancos, también, han sido cazadores, recolectores y demás, pero pegados a la máquina que los hace más cómodos en su labor de llevar comida a su estómago y a su seno familiar. La rusticidad que disfrazamos con genes latinos no se ha ido y se ve en la decisión que se toma para abordar el compromiso de interrelacionarse.

En el aeropuerto, en el hotel, en el taxi, en el restaurante, el mexicano no deja de ser hijo de la laguna, del águila y el nopal. Del ombligo del lago.

Los colombianos somos colombianos por Cristobal Colón, o los venezolanos por Venecia.

A pesar de eso, mexicanos y colombianos parecemos de la misma genética primitiva, esa que nos puso a vender piedras labradas con figuras duras, sin sonrisa. Y a vender una arqueología que nos emociona por el solo hecho de no conocer nuestro verdadero origen. O por tratar de saberlo.

La ciudad es tan suramericana, por lo populosa y popular. Lo primero por atiborrada de gente y lo segundo porque pareciera que todo es conocido por todos.

El trancón con alguna eternidad, más tolerable que en Bogotá, con un transmilenio y carriles para ciclistas que angostaron las calles, pero aliviaron la carga de pobreza de nuestros países, con exponentes de la malicia indígena en taxis y en otros servicios, con una división de clases cuyo odio no he visto, pero que debe existir, por el solo hecho de estar divididos; con unas angustias por el precio del dólar, por el último negocio oficial que salió mal como el de las pilas mexicanas que iban para el pueblo, a bajo precio, y resultaron en Polonia, con un Monsiváis que se recuerda por estos dias, cada rato, como a Garcia Márquez en Colombia, con alertas de raponazo, con tacos, con picante y muchos güeys, no me hace sentir un extraño.

Me parece tan cotidiano, como si viniera de Bogotá, -otra urbe cuyo nombre deriva del muisca Bacatá, como México del náhuatl Mēxihco, que significa el ombligo de la laguna- en donde, también, soy un don nadie, como aquí.

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