(De la obra “El Odio no se escribe” Edición julio 2011)

Por Helen Fares de Libbos
En mi infancia, me gustaba ir de vacaciones a la montaña para ver a mi abuela y aprender los versos que decía.
Pero lo que más me gustaba era ir con ella a un salón en donde se tomaba café, podían ir hombres y mujeres, pero la única condición para que pudieran entrar era que supieran al menos cuatro o cinco versos para intercambiar con los demás.
Sorprendía que ninguno sabía leer ni escribir, parecía mentira que pudieran decir sus versos.
Cada ocho días el salón abría sus puertas y siempre se llenaba.
Una maravillosa experiencia.
LA SABIDURÍA DE MI ABUELA
Mi abuela, sin saber leer ni escribir y sin más recursos que su voluntad, era sabia. Enfrentó la vida con once hijos.
Era segura de ella y tenía el apoyo de su gente, de sus hijos y nietos.
Cuando quería tenía suficiente decisión para decir versos y recitar poemas.
Yo, estoy acá, trabajando fuerte y me gano la vida honestamente sirviendo y ayudando a los demás, abriendo paso en el camino del éxito.
Ella confiaba en su hogar y creía en sus hijos, consideraba que eran el mejor regalo que le había dado Dios, ellos eran su patrimonio, unidos a la seguridad en ella misma, y a la confianza de los demás que era fruto de su honestidad.