AMÉN

Por Fernando Calderón España.

Pachita era famosa por dos razones: porque tenía el único colegio de estrato medio, medio alto y alto de la ciudad señora y porque azotaba con su pálida regla las palmas de las manos inocentes de los niños y adolescentes de la época que no encuadraban en su disciplina para perros. Pachita educaba así, entre los palmares teñidos de rojo de los muchachos (en estratos altos se dice, niños) y las somnolientas páginas de la urbanidad de Carreño. Forjaba los hombres decentes del futuro. Lo hacían también en las escuelas públicas por donde este transeúnte tuvo que cabalgar a lomo de pobreza. Solo que en ellas los maestros no usaban reglas como arma contundente, sino la tiza y el borrador de pizarra. Moldeaban la piedra bruta para construir la sociedad del mañana. Lo que nunca imaginaron Pachita y muchos de los maestros (hoy se hacen llamar docentes) es que estaban fabricando, en muchos casos, edificios humanos habitados de rebeldía y resentimiento. Muchos de esos muchachos, hartos de la ofensiva manera de enseñar, desertaron de las aulas y engrosaron las filas de la vacancia y la vagancia, de la drogadicción y el alcoholismo, del desinterés y de la indecencia humana. Otros, como diría mi papá, nos metimos de locutores y periodistas. El golpeteo de la regla, el golpe de la tiza o el borrador, no alcanzaron a impactar en las profundidades del alma de muchos de ellos que se quedaron rezagados a la vera del camino.

Con la llegada de la sicología, la manera de educar, cambió. Pero el cambio fue tan brutal que los nuevos socios de este gran club que es la comunidad humana, nos pasamos al otro extremo. De las agresivas maneras de orientar, saltamos a la permisividad excesiva que raya en la irreverencia camuflada de irrespeto y en una confianza que destruyó las distancias que produce la autoridad, la dignidad o el gobierno. O lo que es lo mismo, trazaron una nueva “urbanidad” que colinda con la indecencia pública. El papá (para comenzar por la casa) ya no es papá, sino tal o cual. El mismo profesor es hoy, un pascual. El mayor, perdió el señor o el don. La autoridad pasó a ser la hermana. El gobierno, el cómplice. El respeto descansó en paz.

De la descortesía singular pasamos a la plural. Lo que convirtió el desafuero en un atropello a la decencia pública. A los integrantes de esta sociedad satelital, inalámbrica, algorítmica, desarrollada y saturada en instrumentos de última degeneración, nos atacan a diario con lo reciente e invisible en tecnología, pero nos vituperan con la intolerancia, la desconsideración, el desprecio por los congéneres, el abuso, la humillación y la indecencia pública. Ejemplos fehacientes se ven en las filas de los bancos, teatros y estadios, en el transporte público, en la violencia de los conductores de todos los estratos, en la interrelación humana cada vez más bárbara, en la polución y desorganización de las urbes, en la fealdad de las ciudades intermedias, en el servicio público dentado por la grosería de los funcionarios, en la improvisación de quienes gobiernan que destinan lo que no es a lo que no será y en la ignorancia de un pueblo sumergido en sus desdichas y desesperanzas.

Una primera obligación de quienes quisieron asumir el trabajo de administrarnos, será la de “cambiarnos la cabeza”, pero no con regla, tiza y borrador de pizarra, como doña Pachita, sino con nuevas estructuras mentales que atraviesen la conducta y la conciencia colectiva y construyan una nueva comunidad para el goce y el disfrute equitativo de las ventajas de esta prodigiosa tierra. De lo contrario, la sociedad, también, descansará en paz. Amén.

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