Por Jairo Ruíz Clavijo
Antes del bombardeo al Palacio de la Moneda, la casa de Salvador Allende fue bombardeada y después saqueada. Cuadros de grandes pintores como Matta, Guayasamín y Portocarrero fueron destrozados a bayoneta y valiosos muebles a golpes de hacha.
Pero no fue la única casa ni el único muerto: La casa de Pablo Neruda también fue saqueada, sus libros quemados y sus pertenencias robadas, mientras el poeta, al conocer la noticia, se agravaba de su cáncer en la Isla Negra y lo llevaron a la Clínica Santa María en Santiago de Chile.
No convenía a la Junta Militar de 4 miembros, todos formados en la Escuela de Panamá y encabezada por el profesor de geopolítica Augusto Pinochet, la existencia de tan incómodo personaje.
Al desfile para el entierro de Neruda se fueron sumando numerosas personas a medida que avanzaba el cortejo y, entre los ecos de los disparos volvió a escucharse la Internacional. Muchos de los que la cantaron se contarían después entre los desaparecidos o fusilados que, según William Colby, director de la CIA, eran necesarios en Chile para evitar una guerra civil.
Meses después se exhumaría el cadáver y después de varias pruebas científicas, especialistas canadienses, así como expertos chilenos, allaron en sus restos pruebas de sustancias letales, lo cual dio piso a la creencia de que a Neruda lo mataron con una inyección letal.
En Miami, en la calle Ocho, centro de refugiados cubanos, una jubilosa manifestación celebra la muerte de Allende y de todos los demás. Milagrosamente el cobre chileno triplica su precio en la Bolsa de Nueva York.
(Alain Tourine, Vida y muerte del Chile popular, México, Era, 1970)