(De la obra “Lucha con Amor” 1° edición octubre 2008 – 2° edición febrero 2015)
Por Helen Fares de Libbos
(Continuación)
El primer inconveniente que tuve fue comprobar el asedio continuo de las mujeres a mi marido. A mis 27 años, decidí no prestarle importancia a ese incidente y con entusiasmo, organicé mi negocio dentro de mi casa: abrí un taller de modistería, una venta de joyas y una de tejidos, con el fin de conseguir dinero para mis hijos y para mí. Después de 11 años de matrimonio, le había perdido la confianza a mi marido, y por tal razón, cada uno de nosotros comenzó a trabajar por su lado, aunque como todos los emigrantes, habíamos llegado con ahorros suficientes para empezar nuestra aventura y garantizarles el pan a nuestros hijos.
En realidad, mis hijos mi marido y yo vivíamos con poco dinero. Comencé a trabajar con ahínco y con las posibilidades que Dios me dio, pues yo no fui profesional, pero estoy convencida de que el que trabaja intensamente, jamás pasa hambre ni necesidades.
He sido una persona exitosa con mi trabajo independiente, aunque a veces me ha faltado el saber que da una profesión. Con el dinero que traía y las ganancias de mis pequeños negocios, compré dos casitas viejas para tumbar. Después de unos siete meses, en una de ellas construí una estación de gasolina, gracias al respaldo de nuestro tío. Miguel Saad había llegado a Chiquinquirá a fines del siglo XIX, había levantado una familia de cinco hijos y tenía varios almacenes en la calle real. Era un hombre muy agradable que decía con frecuencia: “yo no tengo plata para darles. La única herencia que les dejo es la Honestidad y la Honradez que también se las dejo a Colombia. Ustedes pueden trabajar con mi nombre”. Como él era un hombre muy respetado, me sirvió de referencia y así el pueblo nos dio la mano y nos trató como si nos hubiera conocido de siempre. Tan pronto puse en funcionamiento la bomba, mi marido dejo de trabajar con su hermano y se vino a trabajar conmigo. Yo me desempeñaba como administradora, empleada de servicio y secretaria. Mis hijos también participaron de las actividades de la estación de gasolina: el hijo mayor era el bombero uno; el siguiente, el dos; y las niñas también fueron bomberos, así que teníamos cinco bomberitos atendiendo a los clientes. Vivíamos en la casita que quedaba en la parte de atrás de la estación y para que me ayudara en las labores de la casa, conseguí a una joven huérfana de 11 años, llamada Lili. Gracias a ella, fui la primera de la familia que aprendió español y por eso, podía manejar el crédito de varias compañías como la CAR, el Batallón Sucre, Obras Públicas, Telecom y otras más que nos compraban gasolina y repuestos para sus vehículos. Yo había sacado un crédito con el aval de mi tío y compré un lote de repuestos para camiones aunque no conocía ese campo. Como en los salones del Batallón que quedaba enfrente de la bomba, dictaban un curso de mecánica automotriz de 7:00 a 10:00 de la noche, me inscribí en él y lo tomé durante tres meses. En esta forma, cuando las personas llegaban con piezas destrozadas, yo sabía qué repuesto buscaban. Por aquella época pasaban por la bomba y muchas personas que subían a las minas de Muzo, Coscuez y Otanche; a veces quedaban varados y entonces venían a buscar repuestos a cualquier hora. Corno vivía en la parte de atrás de la bomba, cuando llegaban de noche, yo no tenía inconveniente en abrir la puerta y venderles lo que necesitaran.
Además, como algunos llegaban muertos de frio con toda su familia, primero les vendía los repuestos y después, les ofrecía tinto, caldo y les calentaba los teteros de sus hijos; otras veces, les daba aguardiente para el frio. Quedaban encantados con mi hospitalidad y siempre se iban muy agradecidos. Esta labor la hice durante 23 años, así como las otras relacionadas con la actividad de una estación de gasolina y jamás tuve problemas, porque siempre me relacioné con la gente con amor.
Un año después de llegar a Chiquinquirá, pude comenzar la construcción de mi casa en el lote de atrás de la bomba; en esta casa, nacieron mis dos hijos colombianos, Roberto y Daniel. A medida que fue pasando el tiempo, mis relaciones con el pueblo se afianzaron y por eso, llegué a tener muchos compadres y 136 ahijados. Uno de esos compadres me dijo el mejor cumplido que he recibido en mi vida: “Comadre, sus hijos salieron mejor que usted”. En ese momento, me sentí muy orgullosa y le contesté: “Eso no se compra con plata”. Mis palabras tuvieron un doble sentido porque este señor a pesar de tener mucho dinero, nunca pudo solucionar los problemas de sus hijos. Al poco tiempo, con la venta de las joyas de oro que había traído del Líbano, compré un lote de tres hectáreas a la entrada de Chiquinquirá. Después de ponerle agua, luz y alcantarillado, hice un convenio con el Banco Hipotecario y vendí lotes de 15:00 por 15:00. Hoy en día, ese sector se convirtió en una próspera vereda que surgió gracias a mi iniciativa.
Unos años después, en Simijaca – Táchira, hice algo similar con un terreno que compré, pues en la parte baja cerca de la carretera, levanté una bomba de gasolina y en la parte de la loma, construí una casa que todavía conservo y alrededor de ella se formó una vereda con los lotes que vendí.
Chiquinquirá representa mucho en mi vida. Además de iniciarme allí como empresaria en un campo vedado para las mujeres, como es la venta de gasolina, desarrollé labor social y mantuve con su gente una excelente relación que todavía conservo. Por eso, soy benefactora del ancianato, asisto puntualmente al banquete anual para recoger fondos para su sostenimiento y de mis ingresos, destino una suma mensual para ayudar a los viejitos. Todos los meses pago en el ancianato una misa por el alma de Miguel Saad y mi padre Salomón Fares. He sido una devota ferviente de la Virgen de Chiquinquirá a quien me encomendé desde cuando la visité en su iglesia por primera vez. También soy muy devota de San Antonio y casi todas mis empresas han estado consagradas a su nombre. En 1978, compré una casa en el barrio Santa Ana para que mis hijos pudieran estudiar en buenos colegios y universidades de Bogotá al cuidado de Lili, mi empleada de confianza. Hice un trato con el conductor del carrotanque de gasolina que viajaba diariamente a Boyacá, el pasaba por la casa de mis hijos para dejarles comida y lo que yo quisiera enviarles desde Chiquinquirá.
El mayor problema que he tenido con mi esposo, lo tuve precisamente en Chiquinquirá, por haber comprado una finca en un alto de Simijaca sin consultarle. Tuve que recurrir a mi inteligencia para poder solucionar los inconvenientes que se me presentaron por ese negocio.
Allí levanté otra estación de gasolina y como Layla se había casado, a partir de 1985, ella y su marido se encargaron de administrarla. En la parte de atrás de la loma, construí una casa sobre la roca.
Cada vez que veía una oportunidad de invertir y cuando tenía algún dinero sobrante, compraba una y otra cosa. Así fui adquiriendo propiedad raíz y vehículos. Por el año 1986, compré unos locales sobre el round point de la calle 100 con carrera 15 que hoy tengo arrendados. Viajaba con frecuencia al Líbano para traer ropa, joyas, mercancía y antigüedades para vender, a pesar de que sufrí dos atracos. Como soy una persona que me gusta ayudar a la gente necesitada, hacia 1988 me vinculé a la obra del hospital de Santa Clara que atiende a niños, ancianos y adictos de toda clase, y que hoy ha sido reconstruido.
En 1989 y teniendo en cuenta que mis hijos ya estaban organizados, decidí montar mi tercera bomba de gasolina en Bogotá, sobre un lote de la calle 100 con carrera 11, de propiedad de unos primos de mi esposo. Eduardo, Basam y yo, tomamos en arriendo el lote y en él, levanté una nueva estación de gasolina, cuya administración quedó a cargo de mi esposo y mi hijo, pero yo fui la verdadera administradora durante 23 años, trabajando día y noche. Al poco tiempo, tuve la oportunidad de comprar en un remate, un lote de fanegada y media en la vereda de Yerbabuena en la autopista Norte de Bogotá y lo bauticé con el nombre de El Kairo. Allí pretendí construir una estación de servicio, pero como no obtuve el permiso, construí un restaurante y lo arrendé a Brasas y Brasas; en el resto del lote, levanté otra bomba “El Retorno”, que arrendé a Petrobras y acabo de terminar un edificio con 6 locales también para arrendar. Llevábamos 23 años viviendo en la casa de Santa Ana, cuando una noche se nos cayó un durmiente. Fui a la alcaldía y me exigieron un estudio de suelos, cuyo resultado fue que la casa no tenía cimientos y en consecuencia, me dieron un mes de plazo para tumbarla. Mandé hacer los planos, los presenté en Planeación y me dieron una licencia para hacer semisótano, dos pisos y altillo. Nadie creía que Planeación me hubiera dado este permiso, ni siquiera mi marido que con palabras cariñosas me dijo que me iban a enterrar en el hueco. Los vecinos me hicieron la guerra, pero yo comencé la construcción en 1990, cumpliendo con las reglas de Planeación y la terminé en 1992. Logré levantar un edificio de cuatro pisos con un apartamento para cada hijo, es decir, cinco apartamentos.
Animada por el deseo de construir la casa de mis sueños, en 1991 compré un lote en El Peñón, con un préstamo que me otorgó el Banco de Colombia. En el Peñón, tuve un problema con una vecina que quería apoderarse de una parte de mi lote. Llevábamos dos años de roces y después de varios intentos, en apariencia el problema se resolvió. Pero viajé al Líbano y cuando regresé, tuve la desagradable sorpresa de que la vecina había arrancado los albaricoques, los pistachos y otros frutales que yo había sembrado en mi propiedad, y los había reemplazado por matas de plátano y fique. Sin decirle algo, cogí un machete y rabiosa, arranqué todo; después, fui a buscar a los administradores del conjunto. El ingeniero y el administrador me felicitaron por mi actitud para recuperar los 3.000 m2 de mi terreno, pues esa señora estaba ocasionando muchos problemas.
Me dijeron: “con usted encontramos la solución a todos los inconvenientes con esa señora”.
En 1992, vendí todo lo que tenía en Chiquinquirá. Le regalé un lote al conductor del carrotanque que durante muchos años me había colaborado en la atención de mis hijos, lo mismo que otro a Lili, por sus 17 años de servicio.
En noviembre de 1994 me detectaron un cáncer que logré superar a fuerza de voluntad y después de un proceso intenso de tres meses. Esta enfermedad sirvió para replantear mi vida y entender que en cualquier momento puedo faltar. Entonces, apresuré la construcción de la casa de Girardot y repartí mis bienes entre mis hijos. Además de la confianza que deposité en Dios, él me envió un ángel en forma de amigo y confidente que me alentó a diario y me sugirió escribir para desahogarme, lo cual hice incluso, con algunas ideas que él me dio. Tan pronto pude movilizarme, me dediqué a la construcción de la casa en El Peñón. Diseñé los planos en estilo árabe con arcos y una gran cúpula que encierran una piscina en forma de jarrón con tapa azul. Alrededor de la casa, sembré toda clase de frutales que habla traído del Líbano y en el lago natural, puse babillas e iguanas. La casa es una enorme construcción muy cómoda y funcional, con seis alcoba, y moda todos los servicios, que decoré y doté con todo mi amor para mi familia y mis huéspedes frecuentes.
Cuando terminé de construir la casa, al lado de ella quedó libre una extensión de terreno de mi propiedad. Dentro de las semillas que habla traído de mi tierra y que sembré en mi lote, había una verdura deliciosa llamada ocra que creció mucho y empezó a dar frutos. Como la hoja de esta planta es parecida a la marihuana, la vecina puso una queja en la policía y otra en la administración de El Peñón, argumentando que yo tenía un cultivo de marihuana.
Cuando llegó la policía, yo estaba preparando de almuerzo, carne sudada con ocra; entonces, los invité a almorzar, advirtiéndoles que les iba a enseñar a comer marihuana. Pasaron al comedor y cuando terminaron de almorzar, se fueron encantados con la comida y la invitación.
La vecina sin embargo, me arrancó las matas de ocra y las reemplazó por matas de plátano. Al ver esto, cogí el machete, corté las matas de plátano y las boté al lago. Luego, traje al administrador del conjunto quien le llamó la atención a la vecina y le contó que habíamos almorzado marihuana.
En cuanto a la bomba de Simijaca, durante más de cinco años, tuve que ir dos veces por semana para supervisar la administración y como no era satisfactoria, decidí venderla el 5 de enero de 1998. Por esta razón, viajé a Simijaca con mi marido para entregarla, lo mismo que un carrotanque que había entrado en el negocio. Cuando el nuevo dueño me preguntó a quien le giraba los cheques, yo le dije: “al jefe del hogar”.
Estas palabras reafirmaban mi confianza y el respeto que habla recibido Eduardo por parte de este hermoso pueblo, gracias a mi comportamiento con la gente y con los compradores de mis negocios.
Después de recibir los cheques, acordé con mi marido que ese dinero sería empleado para pagar la deuda que yo tenía sobre un lote y un local que habla comprado. Pero cuando Eduardo tuvo el dinero en sus manos, me trató mal y me echó de la casa.
Esta situación fue devastadora para mí, porque después de 38 años de casados y trabajando día y noche como lo había hecho para sacar adelante a nuestra familia, era inconcebible que mi marido negara lo que en derecho me correspondía. A los 55 años, con mis hijos ya casados y organizados, mi esposo me propuso que todo lo que yo había conseguido, lo pusiera a su nombre y así, él me daría un sueldo para que me quedara en la casa.
Esta propuesta fue muy humillante porque todo lo que teníamos era exclusivamente producto de mi trabajo.
En ese momento, quise morirme porque mi marido, olvidando todos mis valores personales, quiso archivarme en el momento de mi madurez, sin tener en cuenta, además, la lucha que había afrontado para superar una grave enfermedad.
Que autobiografía tan edfificante, es una crónica sincera para entender como se construye una maravillosa vida plena de ilusiones, luchas y triunfos.
El estilo literario fluye fácil como el agua entre las manos, se enlazan grandes valores, trabajar, construir, servir y contar remembranzas que no se pueden olvidar. Disfruté con la lectura plena de anécdotas y enseñanzas. Continuaré leyendo la próxima entrega. Teodoro Gómez G.
Mujer virtuosa