Fuente: La nueva prensa
Prólogo al libro de Beto Coral, “El día que mataron a mi padre”, cuyo lanzamiento tendrá lugar en la próxima feria del libro de Bogotá. Ya está llegando a las librerías de todo el país.
Por GONZALO GUILLÉN
Este libro es el esclarecimiento de un crimen impune, atroz y trascendental. Veintiocho años después, refugiado y empobrecido en Estados Unidos, el joven Beto Coral descubrió por su propio empeño que a su padre, el valeroso capitán de policía Humberto Coral, lo asesinó el mismo Estado colombiano. Lo eliminó por intermedio de una policía-sicaria con el fin de cobrarle con la vida el épico triunfo profesional de haber localizado al criminal Pablo Escobar Gaviria (la figura de todos los tiempos más venerada por los colombianos), gracias a lo cual, el mismo día que Coral lo ubicó con precisión absoluta—2 de diciembre de 1993—, Estados Unidos logró cazar al narcotraficante en un tejado de Medellín, sobre el que saltó tratando de huir.
A Beto Coral lo conocí personalmente en Miami, al cabo de una fluida amistad virtual trabada a través de WhatsApp. El día que nos vimos por primera vez él vivía fundamentalmente, como hoy, de prestar servicios de Uber, aún estaba viva la hipocondría mundial por el COVID y, con todo, en un café modesto y desértico del Design District me entrevistó para su acreditado programa de YouTube.
Días después cené con él en un restaurante peruano del Dowtown, en compañía de Martha Vallejo, amiga mía, psicoterapeuta barranquillera, que lleva décadas atendiendo en Estados Unidos a niños latinos indocumentados, indigentes y desgarrados emocionalmente. Beto nos expuso los productos de su investigación con una certeza fluida que le causaba dolor moral y veíamos que físico también. Sus pesquisas, además del tacto de su intuición, tienen la claridad que le conceden sus abandonados estudios de leyes en Colombia.
—Es muy duro el drama de este muchachito —conceptuó Martha más tarde, mientras me llevaba a mi alojamiento.
La muerte de su padre es un crimen de estado, del que ha sido cómplice la justicia. El propio Beto debió identificar a la policía que lo mató y descubrir dónde vive, libre e incólume. Llegó a la verdad indagando con otros policías, un ex presidente de la república y antiguos comandantes que en otros días se prestaron para mantener la farsa según la cual el crimen fue obra de un grupo criminal organizado que, está probado, nunca existió.
En pocos años han sido publicados en Colombia otros dos libros de dos mujeres jóvenes a quienes les correspondió descubrir y denunciar que sus padres también fueron asesinados por agentes estatales. Una de ellas es Helena Urán Bidegain, hija del magistrado auxiliar del Consejo de Estado Carlos Horacio Uran, a quien el ejército sacó vivo durante el holocausto del 6 y 7 de noviembre de 1985. Lo llevó a las salas militares de tortura de Usaquén, allí lo martirizó hasta la muerte y regresó el cadáver al Palacio de Justicia para arrojarlo sobre los escombros. Durante muchos años lo hizo pasar como víctima de los enfrentamientos armados que tuvieron lugar esos dos días, con un centenar de civiles desarmados en el medio, a los que, sin misericordia alguna, asesinaron las dos bandas criminales enfrentadas: el M-19 y el Ejército Nacional. El segundo libro es de Diana López Zuleta, cuyo padre, Luis López Peralta, fue asesinado por la organización criminal de Juan Francisco Gómez Cerchar, alias “Kiko”, quien, para la época del homicidio, era alcalde del municipio de Barrancas, La Guajira, y posteriormente se hizo gobernador andando sobre un camino de terror e impunidad que se labró con 131 homicidios cometidos por él. Aquel que se interpusiera en sus planes criminales, como lo hizo el padre de Diana, era liquidado, al amparo del silencio judicial y la complicidad de las Fuerzas Militares, la Policía y el poder civil. Diana esclareció el asesinato y publicó su ya célebre libro “Lo que no borró el desierto”. El de Helena Urán es “Mi vida y el Palacio”.
Beto Coral muestra en este libro la vida desamparada de su joven madre criándolos ella sola a él y su hermana menor, en Ibagué, mientras en Medellín su padre el capitán se batía en la incertidumbre como punta de lanza en la guerra contra Escobar, que era seguida por el mundo entero.
En general, Colombia les ha dado voz y derecho a todo tipo de beneficios solamente a los hijos de los más grandes criminales, como Pablo Escobar, Jorge 40, Álvaro Uribe o los hermanos Rodríguez Orejuela. Solamente ahora, por estos tiempos, ha comenzado a oír con atención y tomar en serio las voces ahogadas, pero relevantes e invencibles, de víctimas como Helena, Diana y, ahora, Beto.
Los tres pudieron encontrar la verdad cuando se aventuraron a buscarla y lograron, por fin, invertir en su favor las relaciones de poder con los verdugos.