Quito, 27 ago (EFE).- Enclavada en el corazón del casco colonial de Quito, a escasos 250 metros del Palacio presidencial, se alza una de las joyas del barroco americano donde los fieles tejen en oro sus plegarias y los turistas pueden deleitarse con el sincretismo cultural convertido en arte.
Es la famosa Iglesia de la Compañía, construida durante 160 años por miles de manos indígenas y una obra arquitectónica que refleja el poderío que llegó a acumular en Ecuador la Compañía de Jesús durante el período de la colonia.
El interior de la iglesia, que ya se puede visitar después de meses de confinamiento, está casi completamente cubierto por láminas de pan de oro de 23 quilates y presenta también espacios pintados de un rojo especial, influencia del estilo barroco quiteño.
“Es oro quiteño, donado en gran parte por los feligreses y también comprado por la misma Compañía”, comentó a Efe Dennys Sánchez, coordinador de guías de la Fundación de la Iglesia, donde se calcula que hay “52 kilos de oro” en los decorados.
Construida entre 1605 y 1765, los jesuitas tomaron como referencias las Iglesias de Gesú y San Ignacio, en Roma.
“El campo en el que los jesuitas realizaron gran parte de su trabajo fueron las misiones y la educación, lo que les confirió gran poder -si cabe el término- e importancia, debido al trabajo directo con nuestros nativos, a quienes supieron llegar de una manera más afectiva”, destacó.
SINCRETISMO CULTURAL
Con 58 metros de largo por 26 de ancho, la iglesia tiene dos cúpulas externas, seis cupulines internos, y está concebida como una cruz latina en la que la nave central representa el cuerpo de Jesús, las laterales sus brazos y el presbiterio -la parte más importante de la iglesia-, toma la representación de la cabeza de Cristo.
El crucero, donde se juntan las naves laterales con la central, termina en una cúpula con doce ventanales para permitir el paso de la luz natural.
Columnas salomónicas decoran varias partes de la iglesia, en la que proliferan tallados de flores, plantas, frutas, ángeles, arcángeles y querubines, que no dejan espacio libre en el monumento arquitectónico típicamente barroco, pero que conjuga también la influencia del arte mudéjar y árabe.
Y por supuesto la de los propios indígenas que construyeron el templo, un sincretismo que es, precisamente, uno de los tesoros de “La Compañía” que más cautivan a la historiadora Ximena Costales.
“Es un referente -dijo- de la belleza arquitectónica más refinada procedente de Europa, pero hay una gran contribución de los obreros quiteños en la decoración de los altares, en la simbología y en cómo mezclan la figura de los mitos indígenas en toda la construcción”.
Los indígenas tenían muchos dioses: la luna, las estrellas, las montañas, la misma tierra, pero el más importante era el sol, representado en varios apartes del templo y en el brillo que irradia el pan de oro en la edificación.
Muestra de este sincretismo, ángeles pintados con alas de un ave andina y figuras de mazorcas de maíz doradas “colocadas al revés como tratando de representar las uvas españolas”, explica Costales.
LA IGLESIA Y LOS MALOS GOBIERNOS
La iglesia de La Compañía es la única del centro histórico de Quito que no tiene campanario, pues tuvo que ser tirado abajo tras el terremoto de 1878 por riesgo de desplome.
“Para esa época, la torre era la más alta de Quito. Medía unos 45 metros”, recordó Sánchez.
Por falta de cuidado, tras la primera expulsión de los jesuitas de Ecuador en 1767, el piso original de ladrillo se dañó y fue reemplazado por chanul, una madera noble de larga duración.
Otra de sus bellezas es la fachada, tallada en piedra volcánica con columnas salomónicas, soles, flores corazones y otras figuras custodiadas por dos ángeles de piedra.
Y el retablo mayor, del artista jesuita de origen alemán Jorge Vinterer, que tardó toda una década, para que en 1745 el artista ecuatoriano Bernardo de Legarda (uno de los mejores de la Escuela Quiteña), se encargase de dorarlo con lámina de oro.
A los pies del majestuoso retablo, en el altar mayor, los restos de Santa Marianita de Jesús, la primera santa que tuvo Ecuador y a quien se adjudica la frase de que el país no se destruiría por terremotos sino por los malos gobiernos.
En 1996, a punto de terminar unos trabajos de restauración y reforzamiento de la estructura contra terremotos, un cortocircuito provocó un incendio que consumió casi todo el retablo de San Francisco Javier, ahora restaurado.
Pero ni el fuego, ni los terremotos han opacado los siglos de historia, arte y religiosidad de “La Compañía”, un templo con capacidad para unas 300 personas en oficios religiosos, y que el año pasado recibió 150.000 turistas, cifra mermada bruscamente por el COVID-19 pero que espera recuperar de a poco en la llamada nueva normalidad. EFE
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