Este relato hace parte de los textos de “Suelas y Tachuelas”, el libro de reflexiones y experiencias de Fernando José Calderón España.
Por Fernando Calderón España
Cuando uno le da vueltas en la cabeza a los hechos de su propia vida se encuentra, en una esquina de la mente, episodios en los que vio, por primera vez, a las personas que, después, tuvieron mucho que ver en eso que llaman la madurez como persona, amigo o como trabajador vocacional o profesional.
Y este es el relato de un evento que fue sacado de esa esquina de las remembranzas.
Eran días de San Juan y San Pedro, dos fiestas de mitad de año que caracterizan el folclor y la tradición de mi tierra, la huilense.
El Huila es un departamento en donde hay una preferencia vocacional, que parece genética, por todo lo que sea transmitir desde ideas, conceptos, mensajes, noticias, creencias, fantasías, leyendas, hasta rumores y chismes.
Por esa vocación para comunicar es que el Huila es un semillero de voceadores, periodistas, locutores, políticos, líderes, sacerdotes, pastores, compositores, poetas, narradores, escritores, chismosos de alcurnia y de baja cama, congregados hoy en dos profesiones, la comunicación y el derecho.
En esos días, en los que la vida hay que gozar, conocí de lejos, o mejor, desde arriba, a Juan Harvey Caycedo Pérez, quien por sus constantes apariciones en la televisión comenzaba a pisar los terrenos de la celebridad. Digo desde arriba, porque la primera vez que lo vi, yo cumplía un turno de locutor relojero y anunciador de canciones y la cabina de locución de la emisora Ondas del Huila, luego la Voz del Huila, estaba situada en un segundo piso con vista al mar. Me explico: una de las cuatro paredes del cuarto de locución daba a la piscina del Hotel Plaza y gracias a una ventana con triple vidrio transparente, el locutor de turno observaba todo lo que ocurría en el cajón rectangular tapado con agua y alrededor de él. Entre la piscina y una pared que dividía el hotel de la zona comercial de la carrera quinta, hay un pasaje que conduce hacía una cafetería en donde, a diario, se mueve el mundo inmisericorde del dato, la razón, el cálculo político, el último cambio en la nómina del departamento, el chisme burlón, malicioso, ardiente y hasta sexual de la ciudad.
Un día de esos, de fiesta sanjuanera, a media mañana, al terminar de dar la hora e identificar la canción que acababa de sonar, voltee la mirada, como lo hacía cada tres o cuatro minutos, hacia el pequeño mar con playas de concreto. Buscaba alguna sirena con bikini que aplacara el motín de los sentidos.
Pero, no fue así. Lentamente, por las escaleras que unen el vestíbulo del hotel plaza con la zona húmeda y la cafetería del rumor, vi que se descolgaba, con la seguridad de una estrella hollywoodense ,un hombre alto, con la cara que se insinuaba morena y una frondosa cabellera, echada para atrás, que empezaba en un copete similar a la popa de un barco y descansaba voluminosa en la nuca, antes de que se volviera demasiado larga. Era Juan Harvey, por esa época y por muchas más, uno de los locutores más ocupados en su oficio y de un reconocimiento nacional debido a su presencia en la radio y en la televisión como actor, presentador, animador y maestro de ceremonias. Juan Harvey siguió hacia una mesa del bar que yo no alcanzaba a ver.
Cuando terminé el turno me dirigí al Plaza, pero ya era demasiado tarde. Juan Harvey se había ido y yo había perdido la oportunidad de conocer a uno de mis ídolos en el oficio que apenas estaba comenzando. Me conformé con seguir oyéndolo en los muchos comerciales de radio y televisión, que seguía con esmero, para aprender de inflexiones y tonalidades de la voz, a través de la escuela de los principiantes, carentes de recursos económicos por debajo del límite: la academia imitación.
Muchos años después, como diría Gabo, cuando me iniciaba como locutor, en Todelar, un día de esos del 78, llegaron a la sede matriz del circuito, con el propósito de realizar un programa que se llamó “La Matinata de Radio Continental”, Juan Harvey, El Padrino, Pacheco y Juan Carlos Gallardo. El espacio radial se iba a transmitir los sábados, pero lo grabarían los viernes. El negocio con la gerencia de Radio Continental, a cargo de Eucario Bermúdez, se hizo tan rápido como pasaban para mí esos días en los que la emoción untada de miedo comenzaba en la garganta y terminaba en las piernas que se movían, sin control.
También, subido en otro segundo piso, el del estudio de grabación de Continental, vi partir al grupo de estrellas, entre rumores de la contratación y lo que podría pasar en el debut. Se alcanzó a rumorar (en España dicen rumorear) que los cuatro harían parte de la nómina de locutores de la emisora, invención que hizo dos veces más intenso el estremecimiento en las piernas, que se reflejaba en el pantalón cuya tela parecía agitar el viento.
Chismes de radio pasillo. Menos mal. Ocho días después del pacto radial, el programa salió al aire. Los cuatro llegaban al estudio de grabación, en donde los esperaba Gilberto Fonseca o el loco Luis Eduardo Aguirre, en medio del estruendo que producía un trabuco que disparaba admiración. Y ahí estaba yo, mimetizado en la algarabía.
Por invitación de Ernesto Rojas Ochoa y Eucario Bermúdez, fui aceptado en la Asociación Colombiana de Locutores, conocida en los aires nuestros como ACL, así, sin puntos. El acto de recibimiento de nuevos socios era una especie de iniciación en una logia que congregaba a grandes maestros, venerables maestros, aprendices de la fama, compañeros del aplauso y maestros en el arte de hablar, leer con precisión, e improvisar con melodía. En una discoteca del norte de Bogotá (fue la primera vez que yo fui al norte) nos recibieron en el seno de la ACL como nuevos socios, con discursos pintados de amarillo, a Judith Sarmiento, Napoleón Vanegas y a mi. Judith era compañera mía en la radio. Ella hacía parte de la comitiva que recibía los amaneceres en “Todelar en el Campo”, la competencia de la radio con olor a boñiga de “Caracol en la Tierra”. Eran las fincas en el aire. En el grupo de los recién llegados había la alegría temerosa del novicio. Estaban los 40 socios del momento, cuando la ACL era una rosca deliciosa conformada por los locutores que dominaban las decisiones en la radio y la televisión. Pacheco, Jorge Antonio Vega, Piedrahita, Eucario, Jorge Barón, Gloria Valencia, Carlos Pinzón, Julio Sánchez Vanegas, Juan Harvey Caycedo, Virginia Vallejo, María Cristina Caicedo, Magda Egas, Hernán Castrillón Restrepo, su exesposa Elsa Rodríguez, Hilda Strauss, Otto Greiffestein, Armando Plata, William Vinasco (recién vinculado), Jimmy García, Francisco Restrepo Arroyabe, Alberto Cepeda, Sofía Morales, Néstor Álvarez Segura, en fin, una constelación de hombres y mujeres de palabra -como diría Amadeo González- a la que llegábamos, una provinciana que se hacía abogada, un locutor que se inclinaba más por la presentación, y un muchacho opita, en pañales.
Al llegar a la mitad de la primera noche, esa que va de seis a doce, y con unos cuantos des-inhibidores encima, nos atrevimos a invitar a Juan Harvey a la mesa. De entrada, me preguntó: “¿Quién lo patrocinó para ingresar a la ACL?. Y yo le respondí: Eucario Bermúdez y Ernesto Rojas Ochoa. “Usted está bien apadrinado”, me dijo.
Años más tarde, (otra vez Gabo), el destino me puso en Caracol radio. Cuando firmé el contrato en el piso administrativo de la cadena, bajé a informarle a Yamid Amat que se había cumplida su orden. Estaba comenzando el programa 6pm-9pm, un largo metraje que arrancaba a las 6 de la tarde con noticias conversadas hasta las 7 pm, hora en la que iniciaba el bloque denominado, “El Informtivo de las 7”, después La Cabalgata y Última Hora Caracol, a las 7:15 pm, interpretada, magistralmente, por Jorge Antonio Vega. Cuando Jorge Antonio se retiró, el lector sería otro maestro del relato noticioso: Gustavo Niño Mendoza. Después de las 7:30 pm más noticias hasta las 8 pm cuando comenzaba “La Polémica de Caracol”.
Al asomarme a la ventana que dividía la cabina de un pasillo, otro radio pasillo, Yamid me hizo una señal para que entrara. Allí estaban Juan Gossaín, Juan Harvey Caycedo y Yamid Amat. Me hizo sentar junto a Juan Harvey y al terminar una tanda de cuñas, me dio la bienvenida a Caracol. Los dos juanes secundaron a Yamid. Con los nervios, no de punta, sino redondos, leí una noticia que el director puso en mis manos. Todavía no había llegado el ordenador a las cabinas de radio. Se leía a cuartilla limpia. Bueno, lo de limpia es una generosidad. Luego, Juan Harvey hizo lo propio y alternamos por unos minutos una tanda de noticias cortas que Yamid llamaba el “pum pum”.
En los días siguientes, nos acompañaba Marco Aurelio Álvarez, un sorprendente creativo que la radio atendió en un cincuenta por ciento. En esa alternativa o iniciación en la más impactante cadena radial de América sufrí mucho. Mi tono de voz construido en Todelar y memorizado en mi cerebro comenzó a no sonarle bien a Yamid. El día del locutor, el 24 de marzo de ese año, fuimos invitados a celebrar al restaurante La Red de Teusaquillo. Allí, evitaba a Yamid. Me refugiaba en el corrillo de locutores de la Cadena: Jorge Antonio, Juan Harvey, Vicente Cortés, Gustavo Niño, Teresa Gutierrez, Melkin Buitrago, Jesús Alzate Arroyo, Manuel Escobar (hípico) y, tal vez, otros que ya no recuerdo. Le tenía a esas alturas más miedo, pero faltaban unos vasos del agua de vida, para enfrentar las arremetidas del jefe, cuando rompió el circulo, que me hicieron dudar de mi pasión por la locución.
Juan Harvey y Marco Aurelio, en principio, se encargaron de rodearme con su abrigo humano tejido de confianza. Y aguanté. Con los meses, Juan Harvey y yo habíamos iniciado una amistad que se fue amasando y que unió a las dos familias, la de él consolidada y la mía que apenas comenzaba.
Casi siempre al final de nuestra actuación vespertina, Juan Harvey nos invitaba, a mi y a Gustavo Niño, a su oficina, desde donde atendía el requerimiento del mundo de la publicidad. Lo que había ocurrido en la cabina de Caracol, cada tarde, se convertía en el arranque de la tertulia que, acompañada con whisky, podía durar hasta dos horas. “Gusquiladeados”, como decía Juan, nos íbamos a casa a encontrarnos con el sueño y con uno que otro reclamo matriarcal. Cuando no acudíamos a la oficina, era El Fundador de la carrera octava, el escenario de las charlas post-trabajo. Allí, infaltable, nos encontrábamos con El Padrino, el señor Velandia, Carlos Julio y Simplicio. Una corte humana, a la que Juan llamaba con jocosidad, la corte de adoratrices de san Alberto. Nunca le aprendí al Padrino, en su decisión, sin reversa, de irse a las 9 en punto de la noche, de todas las noches, en un taxi contratado por meses, rumbo a su casa.
Una de las ventajas de trabajar en una cadena radial de envergadura, con una estructura económica poderosa y con propietarios de la alta clase colombiana es que uno no solo alcanza la máxima escala de las aspiraciones de cualquier locutor en el país, sino que “cree” que llegó al mismo “status” de sus dueños. Eso es una ventaja, dicen los revendedores del éxito. Es llegar a la casa de un multimillonario como jardinero y ser invitado a quedarse en el cuarto de huéspedes por uno o dos días, mientras termina su trabajo de atender las necesidades de centenares de matas. Eso es bueno y es malo. Es bueno cuando la necesidad lo requiere y la permanencia se prolonga. Y es malo, cuando lo despiden por justa causa, o por otra razón que no sea la voluntaria. Nadie se va, por su cuenta, del confort que prodiga trabajar en una empresa importante. Se trata de salario, prerrogativas, capacidad adquisitiva, ventajas sociales y culturales de la compañía, relaciones públicas, ingresos colaterales y, en fin, de un mundo que parece de fantasía para un provinciano de clase baja, procedente de un pueblo diocesano, conservador en todo, agradable cuando están seguros los tres golpes y algo más, pero rudo cuando el origen socioeconómico lo arrima a uno contra el rincón más oscuro.
El hecho de codearse con los hijos de los accionistas de la compañía y sobre todo cuando uno de ellos es el que manda, y con los jefes comenzando a escalar la cima del prestigio, hace creer al trabajador que se están alcanzando niveles de superioridad social y, si es bien pago, hasta económica. Es lo que la crítica proveniente del colegaje, la amistad, o el paisanaje, denomina como “levitación” del sujeto analizado. Confieso que, en algún momento, ejercí como levitador. Menos mal que caí a tiempo, antes de que alguien retirara el colchón de aire.
Lo anterior, me permitió involucrarme en unos procesos de aprendizaje social para construir el prestigio al que todo humano aspira. Estaba en una elite radial con altos grados de exclusividad que permite disfrutar de lujos prestados, y que por la inercia del oficio parecían durar hasta la muerte.
Llegaron las relaciones sociales de una manera torrencial. En poco tiempo, hacía parte de las cortes de adoradores del mismo Juan y por allí derecho de Yamid.
En Bogotá, casi todos los días del año había (y hay) un coctel. Reuniones de la ACL y convenciones de todos los gremios coparon las noches. En estas, en donde Juan Harvey era el maestro de ceremonias, me “pegaba” con otros locutores, disque para hacer relaciones públicas y conseguir “mercadito”, como decía, con tono social, él mismo. Los contactos, que iban a parar a las agendas de mano de entonces, susceptibles de extravío por razones etílicas, y el “mercadito”, en muchos casos, terminaron de sumarnos unos pesitos al salario caracolero. Otros, desaparecieron con el último sorbo.
Con Juan Harvey, el egoísmo solo existía en la canción llanera de Julio Miranda. Su decisión de relacionar a los colegas con las fuentes de ingreso rompía todas las ataduras humanas, muchas convertidas en pecados capitales, como la avaricia y la envidia. Juan Harvey tenía las virtudes elegidas por la curia romana para derrotarlas: la generosidad y la caridad.
En la ACL, Juan Harvey insistía en que yo debía escribir, y auspició la creación de LA VOZ, un boletín gremial con aires de periódico hecho por y para locutores. En él, me desparramaba escribiendo sobre todo lo que tenía que ver con nuestro oficio. Me acompañaba en el empeño mensual, Juan Monroy, el sempiterno secretario de la asociación. Por esa vía, en la asamblea del gremio, nos metimos a las vocalías. En esas curules, sin sueldo, nos mantuvimos un buen rato. LA VOZ me sirvió para hacer la campaña y las que siguieron. Durante toda la gestión de Juan Harvey como presidente, con sus respectivas reelecciones, fui su “jefe de gabinete”. Algunos dirán, su carga portafolios y les diré que sí. Cuando Juan dejó la presidencia y yo salí de Caracol, nuestra presencia en la organización se desvaneció.
Gracias a esa amistad, conocí el golf. Los torneos para periodistas que organizaba Isaías González y Miguel J. Sala sirvieron para que me apasionara por un deporte sobrio, sin ruidos y con buenos remates. Un día, cuando comenzaba a pegarle a la bola, Jaime Martínez, otro locutor que hizo leyenda, puso en venta su equipo porque había comprado uno nuevo y de más rendimiento. Jaime era mi compañero, también, en Caracol. Con él hicimos un dueto sonoro para anunciar las transmisiones del tour, la vuelta y el giro. Como no tenía dinero, ese sábado de jugarreta, Juan Harvey me ofreció un cheque con el valor del equipo. Así comencé mi vida de golfista a la que introduje, muy pronto, a mi único hijo Andrés. El lunes siguiente y después de nuestra actuación en 6 pm fuimos al bar de Volker a celebrar la iniciación golfística, en una tenida bebible, en donde le pagué y le di las gracias.
Hace poco, mi hijo, quien hizo un receso largo, regresó al golf y lo primero que recordó fue a Juan Harvey, quien aceptaba, sin molestarse, sus golpes de prueba a los 4 años, en cada hoyo de El Rancho, club al que asistían como socios los miembros de la familia Caycedo Giglioli.
Muy pronto, Junior, como le decía Juan Harvey, ingresó al Leonardo Da Vinci. Allí, fue recibido por Paola y Carmen Lucía, las hijas de Juan y Lucía, quienes les entregaron una lonchera con su tarjeta de bienvenida, que se sumó a la que yo le había traído de Italia. El texto que expresaba la alegría de tenerlo en el Da Vinci estaba escrito con su puño y letra, en una caligrafía de estilo que todos admirábamos.
Los gestos de Juan Harvey para con sus amigos eran así. Un hombre que caminaba el sendero de la amistad, con los pasos que demanda su santa definición, cultivó aprecio y cariño, no solo por el conjunto de gracias que ostentaba, con las que atraía a los demás, sino porque cada vez la expresión de ese grupo de atractivos morales era genuina y sin vacilaciones.
Juan Harvey cargaba con los valores fundamentales del ser humano para fomentar la amistad como, el amor, la lealtad, la solidaridad, la incondicionalidad, la sinceridad y el compromiso, cultivados a cada rato, a cada momento, para empujar interés generales.
Un hombre único, cuyos defectos no tenían la fuerza para asomarse. Un amigo imposible de olvidar.