Fuente: La nueva prensa
Por GONZALO GUILLÉN
De vez en cuando brotan en Colombia alzamientos estéticos, masivos y sinceros, que reclaman un nuevo himno nacional. Hoy se agita y crece uno nuevo. El anterior nació y se mantuvo vivo durante el proceso de paz con las FARC; alcanzó estados comprensibles de frenesí que llevaron a pedir una composición poética en loor de los dioses, los océanos o los héroes, menos espantosa que los versos –feos con efe de forúnculo– de Rafael Núñez, con los que hoy se inician los partidos de fútbol, los torneos de tejo, la entrega de notas en las escuelas y las paradas militares.
Pedían que el nuevo estuviera consagrado a la paz o, al menos, que se le agregara al actual un párrafo pacificante y patriótico que jamás fue redactado y quedamos en las mismas: la “gloria inmarcesible”, las “termópilas brotando”, los “surcos de dolores” y la Virgen agonizante que, “en su amor viuda”, se arranca los cabellos y “los cuelga un ciprés”. Pero en Colombia no tenemos cipreses y por eso sería recomendable cambiar ese árbol para que María Santísima use en su sacrificio personal algo tan nuestro como un papayo, un sietecueros o una mata de borrachero sabanero, de la que se extrae la burundanga.
Soy partidario de hacer un himno nuevo, con paz o sin ella, por una sola razón: el himno nacional de Colombia es tan falto de esplendor y contrario a la lógica que no tiene salvación. Es una vergüenza inmerecida que arrastramos a nuestro paso. Se requiere hacer borrón y cuenta nueva, no por el bien de la poesía sino de algo colosal: la Patria.
Los himnos de América son odas colmadas de presunción y orgullo, con más méritos telúricos que poéticos o musicales; parecen escritos por un mismo trovador sin esmero pero sobreexcitado de patriotismo y en ningún país cuestionan sus pésimas calidades, pues, al fin y al cabo, son, en últimas, para canturrear en masa y a voz en cuello en los estadios, los cuarteles o los aviones cuando aterrizan de emergencia. Suelen ser verdaderas pedradas en ojo de tuerto, dirigidos a exacerbar uno de los sentimientos que, después de la madre, despierta los instintos más irracionales del ser humano: el patriotismo. En nuestra América hispana, sin embargo, existe un sentimiento inconsciente de vergüenza por los himnos nacionales, tanto así que desde México hasta la Argentina se oye la misma explicación: «el nuestro es el segundo himno nacional más lindo del mundo, después de La Marsellesa». Nadie, que yo conozca, osa decir que sea el primero.
Los himnos son cantos a guerras dudosamente heroicas en los que, para acomodar las rimas, se refieren a lugares y circunstancias de los que los autores por lo general no tuvieron la menor idea, como es el caso ya mencionado de las «Termópilas brotando» del colombiano.
El himno de Argentina (cuna del excelso Jorge Luis Borges), de la inspiración de Vicente López y Planes, comienza así:
¡Oíd, mortales!, el grito sagrado:
¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad!
Oíd el ruido de rotas cadenas
ved en trono a la noble igualdad.
Se levanta en la faz de la tierra
una nueva gloriosa nación.
Coronada su sien de laureles,
y a sus plantas rendido un león».
El de Ecuador, marcial, arranca con bríos terrígenos similares:
¡Salve, oh Patria, mil veces! ¡Oh Patria!
¡Gloria a ti! ¡Gloria a ti! ¡Gloria a ti! Y a tu pecho rebosa,
gozo y paz, y tu frente radiosa
más que el sol contemplamos lucir!
El de Venezuela, cursi y todo, parece haber sido compuesto ayer mismo contra la tiranía de Nicolás Maduro:
Gloria al bravo pueblo
Que el yugo lanzó
La Ley respetando
La virtud y honor
«¡Abajo cadenas!»
Gritaba el señor
Y el pobre en su choza
Libertad pidió
A este santo nombre
Tembló de pavor
El vil egoísmo
Que otra vez triunfó»
De la misma línea gloriosa y libertaria, cualquiera diría que el de Chile es un meritorio canto a la caída de la dictadura del asesino Augusto Pinochet:
Ha cesado la lucha sangrienta;
ya es hermano el que ayer opresor;
de tres siglos lavamos la afrenta
combatiendo en el campo de honor.
El que ayer doblegábase esclavo
libre al fin y triunfante se ve;
libertad es la herencia del bravo,
la Victoria se humilla a su pie.
El de Paraguay no tiene motivos para rezagarse en el repertorio de la gloria americana. Comienza así:
A los pueblos de América, infausto,
Tres centurias un cetro oprimió;
Mas, un día, soberbia surgiendo,
¡Basta!… dijo, y el cetro rompió.
El de Perú se debate entre los abismos de Bolívar y la altitud –sin altímetro– de San Martín (aunque podría ser al revés, sin que se altere el ardor poético):
Si Bolívar salvó los abismos
San Martín coronó la altitud;
y en la historia de América se unen
como se unen arrojo y virtud.
Por su emblema sagrado la Patria
tendrá siempre, en altares de luz
cual si fuesen dos rayos de gloria,
dos espadas formando una cruz».
Con todo, el de Colombia, brote de la inspiración nacionalista del presidente cartagenero y conservador Rafael Núñez, es, sin duda ninguna, el más asombroso de todos, porque, además de estrambótico, es alucinado:
¡Oh, gloria inmarcesible!
¡Oh, júbilo inmortal!
¡En surcos de dolores
El bien germina ya!
Otra estrofa, (a ver si alguien la entiende) dice:
La Virgen sus cabellos
Arranca en agonía
Y de su amor viuda
Los cuelga del ciprés.
Lamenta su esperanza
Que cubre losa fría,
Pero glorioso orgullo
Circunda su alba tez.
Si el de Colombia es una idólatra invitación a averiguar el significado de la palabra inmarcesible, el de Honduras nos lleva a indagar por el de lampo para enriquecer nuestro vocabulario:
Tu bandera es un lampo de cielo
por un bloque de nieve cruzado
y se ven en su fondo sagrado
cinco estrellas de pálido azul
en tu emblema, que un mar rumoroso
con sus ondas bravías escuda,
de un volcán tras la cima desnuda
hay un astro de nítida luz.
El cielo azul y la sagrada cruz en la que murió Jesús de Nazaret son elementos consustanciales a los himnos de América. Para la muestra, así comienza el de la República de Panamá:
Alcanzamos por fin la victoria
en el campo feliz de la unión;
con ardientes fulgores de gloria
se ilumina la nueva nación.
Es preciso cubrir con un velo
del pasado el calvario y la cruz;
y que adorne el azul de tu cielo
de concordia la espléndida luz.
No será fácil para Colombia agregarle una estrofa al himno actual o cambiarlo por uno razonable. Existe, sí, el potencial humano para ponerle manos a la obra, pues sobran poetas patrios capacitados para hacerlo. El problema será poner de acuerdo al país.
Pensé por un momento que, más bien, podríamos adoptar el himno de las FARC o una parte de él como expresión suprema de reconciliación. Pero lo busqué y no me quedó duda: es el más horrendo de todos y, además, cojo, como cualquier víctima de sus minas antipersona. Así comienza:
Con justicia y verdad junto al pueblo ya está
con el fuego primero del alba;
la pequeña canción que nació en nuestra voz
guerrillera de lucha y futuro.
Con Bolívar, Galán, ya volvió a cabalgar
no más llanto y dolor de la patria;
somos pueblo que va tras de la libertad
construyendo la senda de paz.
El nuevo himno nacional de Colombia yo diría que ya está escrito. Es un poema de excelencia, sensato y equilibrado, del inmortal políglota bogotano Hernando Martínez Rueda, “Martinón”. En él ofrece una visión reflexiva, sana, panorámica, crítica y realista de la idiosincrasia nacional en el concierto universal.
En caso de ser adoptado, implicaría cambiar también el nombre de Colombia por el de Caconia, como se llama el poema que presento aquí a consideración de la opinión pública. A propósito de uno de los muchísimos desfalcos cometidos contra el fisco nacional (Odebrecht-Grupo Aval, los 70 mil millones de pesos hurtados desde el Ministerio de las Comunicaciones (Mintic), el saqueo a Bienestar Familiar o a Ecopetrol, los “bomos del agua”, etc.) este posible nuevo Himno Nacional de la República, de seis estrofas, ya fue declamado alguna vez en el Congreso Nacional. Para que comience el debate, aquí va:
I
No es Caconia país subpolar como Islandia o Laponia
sino bella región tropical: el hermoso país de Caconia.
Con dos costas y mares azules más claros que el Jonio,
todo clima acaricia, todo fruto se rinde al caconio;
mas no vive el caconio de los dones que brinda Natura
sino de robar limpiabrisas o cualquier otro objeto de manufactura.
II
No hay Parnaso en Caconia, ni Musas, ni fuente Heliconia;
sólo un arte, caquear, es la flor y el placer de Caconia,
pues Caconia no es más que una vasta, una gran cacoteca
en donde hay que enrejar los bombillos y amarrar la caneca.
Al llegar a Caconia las copas se van de los rines
y se erizan los pelos del resorte de Omega o Longines.
III
Por la calle, en Caconia, refunfuña la gente con cierta acrimonia
porque no hay albañal que conserve su tapa en Caconia;
y sostienen los caconílogos que no es embeleco,
que se roban la tapa y que vuelven después por el hueco.
Y no hay cárcel, panóptico, fortaleza, prisión o colonia
que pudiera guardar tanto caco como hay en Caconia.
IV
El caconio es famoso en Taiwan y temido en Estonia
Como toda la prensa mundial a la vez testimonia
porque roba una aguja sin ojo, una brocha sin hebra.
Un caconio dejó sin botones de timbre a Ginebra,
y robaron los hilos de la luz, cierta noche, en Osaka,
dos caconios: un caco varón y una caca.
V
Todo caco del mundo quisiera vivir en Caconia
porque allí es un Brahmin, es un lord, un Medina Sidonia
y como es Palestina al sionista y Ucrania al cosaco
es Caconia la patria ideal de cualquiera que es caco.
Es lo más natural que se sienta en su casa todo caco en Caconia
como crece feliz en mitad del pulmón la pulmonia.
VI
Y la acción más bolonia, y la más infantil ceremonia
es poner contra un caco un denuncio por robo en Caconia;
porque el juez, que es caconio, a la vez tan cabal como probo
suelta al caco en razón de que el caso fue de hurto, no robo.
Fuero igual no tuvieron siquiera los zares:
porque al caco, y es claro, en Caconia lo juzgan sus pares.