Por Fernando José Calderón España.
Hoy asistí a una misa de funeral. No asisto a servicios religiosos. Solo lo hago cuando las creencias de mis amigos me llevan a los bancos duros de un templo. Pesan mis amigos. Y más cuando los veo llenos de pesar. Allí se me convierten en más indispensables, en más infaltables para mi.
Me da miedo pensar que les fallaría si no llego a abrazarlos y a decirles que son muy importantes para mi y que por eso estoy ahí, para enjugar sus lágrimas tristes que mojan el suelo como gotas de lluvia melancólica o sus lágrimas pesadas que no son capaces de salir por el temor a caerse.
Me da miedo, también, no llegar a balbucear una palabra, una vocal, a veces, un gesto, una simple mueca que transmita mi deseo por no verlos abatidos, vencidos por la vida cuando muta a muerte.
Hoy asistí a una misa de funeral. Y ver a mi amigo Jorge Antonio Vega, apesadumbrado, con la cabeza golpeada por la aflicción, me venció en mi intención de no soltar una lágrima que inundara más el recinto del dolor, el templo de la soledad, a medio llenar de hombres y mujeres solitarios. Es que la muerte hace ver a la gente en soledad.
La muerte del hijo de Jorge Antonio me estremeció tanto por su inesperada aparición como por su manifestación ilógica y traicionera.
Jorge Andrés comenzaba el medio día de su vida. Había pasado la mañana con la rebeldía del inteligente. Aún le faltaba el atardecer y la noche.
A Jorge Antonio, a quien no le podía faltar para fundirme en ese sentimiento incomprensible del fatídico destino humano, mi solidaridad, pues la enorme melancolía que lo invade la siento como si fuera mía.