POR JAIME ARTURO MARTÍNEZ SALGADO
Iba en el autobús hacia el colegio. Era el último año y pensaba en lo que vendría después. De pronto, como si fuera una revelación tomó una decisión: sería médico. Llovía y veía el agua correr por el vidrio, a su derecha.
En adelante, los seis años en la facultad no fueron nada fáciles. Las largas noches de estudio en su habitación, las extensas sesiones de disección en el anfiteatro, el pormenorizado aprendizaje de la farmacopea, nada fue obstáculo para alcanzar el esperado día de la graduación en el paraninfo.
Después, llegó la especialización: cirugía plástica.
Antes, debió aprender portugués e inglés para recoger toda la minuciosa información que le diera la suficiente destreza para codearse con los mejores.
Después de dos años de práctica vino la instalación de su propia clínica, donde su prodigioso escalpelo logró prodigios en los cuerpos de las candidatas a los reinados de belleza.
Luego, compró el pent-house en donde instaló a sus padres y a su espectacular esposa, a quien moldeó a su gusto.
Entre tantos congresos a los que fue invitado pudo conocer muchos países del mundo, visitar playas de ensueño…
¡Abajo todos!, gritó el chofer.