(Dedicado a Pastor Londoño)
Por Fernando Calderón España
Hay dos clases de narradores de fútbol. El que narra la jugada y el que narra la jugada y su entorno. Un estudiante de Ciencias Políticas diría, su contexto. En las dos preferencias hay buenos, muy buenos y excelentes. Pero, buenos, siempre. Desde el más pobre hasta el más rico, los narradores son una especie en vía de preservación. En las canchas de la vereda, de la barriada, el narrador se hace a la par con el jugador. En todas las canteras de futbolistas, también hay canteras de locutores que ponen sus habilidades de la lengua y de los ojos al servicio de un impulso cerebral que les maneja la vocación, la disposición y la pasión. Unos intentaron ser futbolistas, pero el mismo yacimiento los empujó a la línea lateral de la cancha. Y no se quedaron allí. Cuando pasan a los estadios de galería natural, hecha a pico y pala, la línea se alza un poco y el narrador puede ver un partido un poco más arriba de lo que lo pudiera ver si estuviera en sus primeras canchas o como jugador. Y si ese locutor tiene más suerte y pasa a un estadio de diseño y arquitectura, en una plaza de equipos aficionados y profesionales que tienen al balón para mover un negocio, el narrador de fútbol sube más y se coloca en una línea mucho más alta. La línea de las cabinas de transmisión de los estadios de fútbol. Desde allí, el locutor verá mejor, o como dicen los expertos, tendrá más panorama. Y es allí en donde define la dirección de sus habilidades lingüísticas y visuales y tomará el camino de describir el fútbol sobre la jugada o desde el contexto que le brinda el piso alto del estadio.
El fútbol es un juego de pericia, ingenio, destreza, técnica y maestría por lo que lo pone más cerca del arte que de la ciencia. Y por estar más cerca del arte, genera la pasión que se convierte en tangibles, como una lágrima, una bofetada, un puntapié, o en palabras que golpean el amor propio, el amor materno. En general, el juego es una decena de individuos, con habilidades en sus pies tratando de meter la pelota en un arco que no es arco, defendido por once individuos. O al revés. Cuando un equipo ataca, no tiene once jugadores. Por antonomasia, es un juego de ataque. Por eso, muchos técnicos hablan de que la mejor defensa es el ataque. La idea de la estrategia, que realmente no la tiene, viene de los roles que los once integrantes de un equipo tienen que asumir, sencillamente, porque no se puede descuidar el ataque. Las instrucciones o mal llamadas estrategias se quedan en los tableros de los camerinos cuando un hecho inesperado del contrario acaba con la ilusión que había trazado la tiza.
El fútbol, como todo juego, se nutre de la aritmética. Si no hay resultado, no hay razón para estar allí. Y el resultado lo marca el gol, la acción del balón cuando atraviesa “la última raya”. Muchos hablan de inflar la red, cuando realmente es imposible “inflar una red”. Bueno, entiendo el tropo. Todas estas metáforas, son los insumos con los que el narrador nos dice “dónde está la bolita” o en qué contexto está la bolita.
Pastor Londoño Passos estaba en el segundo grupo. Era el descriptor del contexto en donde se desarrollaba la acción de veintidós jugadores ansiosos por atacar. Y para ello era un malabarista con las palabras, gracias a un bien aprendido y cuidado léxico. Se protegía, con la averiguación, de los malos usos de la lengua castellana. Iba al diccionario. Consultaba. Armaba oraciones con la velocidad con la que la pelota rotaba por la cancha, que eran exquisitas, agradables al oído. Sabía que la radio era eso, oído. Acompañaba el ímpetu o la parsimonia del balón de las proximidades humanas que podían acceder a él. Atisbaba los huecos por donde podría ir la esférica. Veía el impulso del delantero por la izquierda o por la derecha y su carrera veloz hasta convertirse en receptor de un pase desde la mitad o un poco más atrás. Inventó frases provenientes de la desnudez humana en los camerinos o de otros camerinos que tenían algún recuerdo lascivo, sin suscitar la más mínima sospecha en el oyente. Escogió un sendero para adivinar, que muchos vaticinadores han elegido: Advertir que podía haber gol, siempre. El estadio era el marco, el partido con la tribuna incluida hacía parte de la pintura. Y Pastor, fue eso. Un pintor con la boca, como muchos en el arte de los lienzos, las acuarelas y acrílicos, que hizo tan elegante el fútbol como lo hicieron los jugadores finos de la época que le tocó narrar. Queda el recuerdo para imitar. Muchos se le acercaron demasiado, como el emperador, otro pincel con trazo de genialidad. A mí, me quedaron para siempre las pocas ocasiones en que fui su locutor comercial. Di mis primeros pasos, en el oficio de vender palabras, que después tuve durante mucho tiempo, junto a quien si fue su locutor comercial predilecto: Perdomo Ch.
Que lo que enseñó Pastor, se aprenda, es mi única petición.