POR JAIME ARTURO MARTÍNEZ SALGADO
El señor Adam le sorprendió verla esa mañana sentada en el pretil del edificio donde tenía su almacén de calzado. Era una mujer joven, un tanto agraciada que imploraba la caridad de los transeúntes.
A esa hora de la mañana varios de ellos le habían dejado algunas monedas en su regazo. Era convincente a la hora de dar a conocer sus penurias.
Él la miró un instante y luego abrió su almacén. Sus dos empleadas y el ayudante ya lo esperaban, de modo que estos se encargaron de subir la puerta metálica enrollable.
Cuando salió a almorzar, aún la mujer mendigaba en el mismo lugar, pero al regresar ya no la encontró.
Durante dos meses se repetía la misma escena de la mujer pidiendo ayuda para proveerse de alimentos. El señor Adam pensó que siendo ella una mujer joven y fuerte, con cierta ayuda y disposición podría muy bien crearse una fuente de ingresos, tal como hizo él al llegar a este país como inmigrante desde su lejana Polonia y de esa manera podría solucionar su problema.
Al siguiente día le propuso ayudarla para que montara un pequeño negocio en el mismo sitio, frente a su almacén. Ella le contestó que la dejara en su miseria, pues el trabajo no era más que un mal chiste.
El señor Adam guardó silencio por un par de minutos y luego le dijo que a partir de ese momento se retirara de ese lugar, que no volviera a ocupar ese espacio, para que por lo menos tuviera el trabajo de buscarse otro lugar.