Elías L. Benarroch, Río Villano (Ecuador), 18 jul (EFE).- Un camión entra y otro sale, incesantes, por la pedregosa “Vía del Villano” para recoger los cientos de troncos de balsa apilados en la precaria carretera ubicada en Ecuador.
Para unos, es la balsa de la esperanza, su único sustento, pero las ONG advierten de un peligroso proceso de deforestación.
Ubicada al noroeste de la ciudad de Puyo, en la provincia de Pastaza, la estrecha vía de 31 kilómetros transcurre entre frondosos bosques y manantiales, y es escenario de la amenaza que se cierne sobre toda la cuenca amazónica, donde las necesidades más básicas de la población local se imponen, en ocasiones, a las prioridades medioambientales.
“Lo vemos con preocupación desde que el año pasado se incrementó la comercialización de la balsa. Es una madera propia de la zona, un árbol endémico que crece de manera natural y tiene un gran precio en el mercado”, explica a Efe Pablo Balarezo, coordinador del programa Economías Resilientes de la fundación ecologista Pachamama.
Su preocupación es porque la tala “se está realizando sin ningún plan de explotación del bosque primario”.
MAS LIGERO QUE EL CORCHO
La balsa (ochroma pyramidale en su designación científica) es un árbol silvestre típico de los bosques tropicales de Suramérica, especialmente de Ecuador, que se caracteriza por ser la madera más liviana que se conoce. Más incluso que el corcho.
Desplazar sus grandes troncos es, por tanto, relativamente fácil, lo que permite a los indígenas de Río Villano talarlos en el interior del bosque y trasladarlos al camino para ofertarlos a marchantes de madera.
Pero la tala descontrolada es también foco de un sinfín de problemas, y no sólo medioambientales.
“Las comunidades están siendo explotadas, los intermediarios se están llevando todo el negocio”, advierte Balarezo sobre el bajo precio que pagan a sus proveedores por una madera que después venden a un precio tres, cuatro o cinco veces más alto.
También ha creado problemas de vecindad en una tierra de propiedad comunal adscrita a la nacionalidad kichwa, donde todo es de todos y, por tanto, nadie pregunta al vecino si puede cortar el árbol de su “chacra”, que en las comunidades originarias son los terrenos de cultivo agroforestal para la alimentación familiar.
Y hasta de propagación de COVID-19, porque los intermediarios suelen proceder de zonas costeras altamente contagiadas.
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LA TENTACION
La estrecha “Vía del Villano”, habilitada en 2008 por el Gobierno local con fondos de la renta petrolera en la zona, transcurre en descenso desde una carretera rural entre los municipios de Puyo y Arajuno, hasta el pequeño Puerto Paparawa, a orillas del río homónimo.
Una torre de unos doce metros se alza sobre una de sus márgenes cuan faro vigilante de un tramo semicircular del cauce, al que por su bajo caudal de color marrón llegan las canoas desde el amanecer con indígenas de toda la región.
En sus manos, pequeños lotes de producción agrícola que tratarán de vender en Puyo y alrededores, a un margen de ganancia ridículo: una “cabeza (racimo) de plátanos” por apenas dos dólares, de los que uno se irá en el autobús.
No es de extrañar pues que, con semejante reserva a sus espaldas, muchos de los pobladores se agarren a su particular “balsa de salvación”.
“En esta temporada están realizando más la actividad maderera con balsa, porque este último año ha mejorado el valor, se está vendiendo en 10 dólares un tuco (pedazo de tronco de 1,30 metros)”, cuenta a Efe David González, vecino de una comunidad en la zona.
Un dinero que para los habitantes de la Amazonía es todo un capital teniendo en cuenta que viven de cultivos para el autoconsumo, cuyo excedente venden en las ciudades, generalmente a decenas de kilómetros.
“La gente pasó a eso para afrontar el COVID-19”, abunda César Grefa, alcalde de la vecina Arajuno, para quien la madera se ha convertido en alternativa en tiempos difíciles.
Pero a diferencia de la ONG, él no está preocupado pues asegura que la balsa crece como “mala hierba” y que, en tres o cinco años, es fácilmente reforestable.
VIVIR DE LA MADERA
El problema de la “seguridad alimentaria” se ha exacerbado con la pandemia porque “la gente ha enfermado, se ha quedado sin fuerzas, y no puede salir a cosechar, ni cazar, ni pescar, que es como estas comunidades viven”, puntualiza Balarezo.
A pocos metros se erigen majestuosos los troncos de un árbol accesible, que pueden cortar fácilmente y vender por mucho más que cualquier producto agrícola, y sin viajar decenas de kilómetros.
La amenaza es que son demasiados: cientos, quizás miles, a juzgar por los apilamientos en el camino pedregoso.
En peligro, el bosque primario que data de eras precoloniales y sufre una retirada progresiva desde 1990.
Distintos estudios apuntan a que las políticas de Ecuador, que incluyen el desarrollo del extractivismo minero y petrolero, han conducido a su reducción entre el 15 y 20% de la Amazonía.
El fenómeno comenzó hace medio siglo con la explotación petrolera, la apertura de carreteras hacia el Oriente y la expansión de la frontera agrícola, muchas veces con especies invasoras que han degradado la zona.
DAÑOS COLATERALES
Aunque por su profusión y rapidez de crecimiento, la tala de la balsa no está restringida, sí lo está la de otras especies que crecen en los mismos bosques.
“Talan estos árboles sin una capacitación técnica y cuando el árbol cae se va llevando a otros (que sí están protegidos) y puede tener un impacto”, advierten desde Pachamama.
Y es que troncos más oscuros que la balsa son igualmente transportados por los camiones a lo largo de la carretera salpicada por las serrerías, sometidas a una estrecha vigilancia.
Una actividad indiscriminada que lentamente va dejando claros irreparables en el pulmón del planeta. EFE
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