Por Fernando Calderón España.
No sé hasta cuándo aguantemos, los miles de seres humanos afectados por las secuelas sicológicas, que estamos padeciendo.
Hace un año, los gobernantes ignotos, palidecían ante el asalto de la creación microscópica y el susto no los dejó discernir, asimilar, averiguar y aprender.
Ni siquiera se tomaron la molestia de despertar su curiosidad y acudir al buscador de datos más poderoso de la tierra: Google.
Quienes lo hicimos, desde la ciudadanía común, supimos, en el prefacio de la ominosa avalancha de tristezas, que se nos venía encima, la funesta durabilidad del virus, por lo menos, hasta la aparición de las vacunas, que se asoman inferiores, frente al poderío del agresor invisible.
El virus llegó y se quedó. Esta crisis mundial será, mínimo, de dos años más.
La historia de las pandemias así lo muestra.
Desde la llamada Peste de Justiniano, en el siglo VI, (8 años de plaga), pasando por la Peste Negra (6 años, en su máximo), hasta la Española (2 años), esta pandemia, que llegó por la puerta de atrás de la tierra, perfila una duración que no se compadece, ante los adelantos de la humanidad.
Antes de dos años, no habrá tranquilidad. Cambio normalidad, por esa palabra, porque eso es lo que ha roto el coronavirus: la tranquilidad de la mente humana.
Nuestro equilibrio psíquico se desmorona, al ver a amigos y amigos de amigos; amigos y familia de conocidos, en todos los grados de sociabilidad: cercanos, más cercanos, menos cercanos, lejanos, más lejanos y menos lejanos, enfermos o muertos.
El virus, además, con su poderosa comunicación, nos está matando, primero, la mente; después, lo que queda de esperanza.
Si hubiéramos sido advertidos de la ignominia, hubiéramos combatido, al menos, la ignorancia.
Pero, ¡se fundieron!