José María Rodríguez, Arguineguín (España), 27 nov (EFE).- Mohamed se jugó la vida hace dos décadas, con sólo diez años, para llegar a Europa escondido en un camión, consciente de que en Marrakech (Marruecos) no había futuro para él. Vive y trabaja en Barcelona (España), pero la última noche durmió en la calle, en Arguineguín, adonde viajó con lo puesto y el susto aún en cuerpo: su hermano acaba de llegar a las islas españolas Canarias, en el Atlántico, en una pequeña embarcación.
La historia de Mohamed se repite varias veces al día en la localidad canaria de Arguineguín, sobre todo en el último mes, donde recalan cientos de personas al día, rescatadas de pequeños barcos, conocidos como pateras o cayucos.
Ciudadanos marroquíes con residencia legal en Europa, hombres y mujeres, se acercan a la valla del campamento de la Cruz Roja en este puerto pesquero convertido en el centro de la nueva crisis migratoria que vive Canarias para preguntar por un hermano, un primo, un marido, un amigo…
La mayoría de las veces tienen la confirmación de que llegaron, de que están desde hace días en el campamento, porque les llamaron o incluso enviaron una fotografía al móvil. Otras no, otras solo saben que llevan demasiado tiempo ya en el Atlántico y suplican a la desesperada a la Policía española una noticia que disipe sus pesadillas.
“Atrás no hay nada”, responde sin dudarlo Mohamed, cuando se le hace la pregunta que más se repite: ¿por qué?, ¿por qué exponerlo todo a un cara o cruz en el océano. “Si arriesgas la vida, es porque no tienes nada que perder. Allí no hay futuro, no hay nada”.
Este joven de treinta y pocos años sabe de lo que habla. Él también fue un inmigrante clandestino, un niño que cruzó la frontera escondiéndose como pudo en un camión en ruta hacia España desde Marruecos. Lo suyo no fue la patera, pero seguramente no resultó menos peligroso.
El tiempo le hizo ver las cosas de otra manera. En Barcelona le dieron una oportunidad, tiene trabajo, consiguió la nacionalidad y se siente orgulloso de España, país que ya considera suyo. Por eso mira al campamento de Arguineguín y se emociona: “Esto no es normal”. Sabe que Rahali, su hermano, lleva días sin cambiarse de ropa, durmiendo en el suelo, rodeado de 800 personas.
Con todo, está alegre, porque sabe que le van a entregar a su hermano, pero aún está asimilando sus últimas horas: la noticia de un hermano que se subió a una patera, el terror que vivió su madre, el buscar dinero de donde fuera para comprar un billete de avión a Canarias, dormir de nuevo en la calle al llegar a las islas hasta conseguir una prueba de coronavirus que le permitiera alojarse en un hotel, la incertidumbre del qué pasará…
Rahali le ha dicho que no está solo, que con él están su primo Kasm y un amigo.
El hermano mayor quiere hacerse cargo de todos, se siente responsable, pero no deja de darle vueltas. Cumplieron con creces las 72 horas de detención que estipula la ley española, la Policía les deja salir de Arguineguín, pero ¿qué pasará ahora? ¿Les permitirán volar? ¿Dónde dormirán si el trámite se retrasa? ¿Cuánto tiempo estarán todavía en la isla? ¿Puede pagar los billetes de los cuatro?
Por lo menos, están vivos. “A mi hermano lo rescataron. Los de su patera casi se mueren… tres veces. Literalmente”, baja la vista y añade: “Mira”. Con un ademán señala un cayuco hundido que flota a merced de las olas junto a una rampa del puerto: “Es lo que hay”. “Ni me consultó. Yo no le hubiera dejado hacerlo. Si llega a haber muerto, ¿qué le digo yo a mi madre?”, se pregunta.
Mohamed habla un español perfecto, conoce los códigos de una sociedad que ya es la suya. Por eso hoy también ayuda a otros como él que viajaron a Arguineguín sin hablar una palabra de castellano para intentar llevarse a un familiar.
Es el caso de Zahara, una joven marroquí residente en Milán (Italia). Tiene a sus espaldas dos días de viaje, pero ya está en Canarias. Todavía no habló con su hermano, nadie de su familia lo hizo.
Solo sabe que está vivo y que está aquí, porque las familias de otros jóvenes de su patera llamaron su madre. La mujer casi enferma con la noticia, cuenta Zahara, porque cuando le dijeron que su hijo se subió a una patera y llegó con una lesión en una pierna, lo que pensó es que le estaban ocultando algo peor.
“Pensábamos que había muerto, después de dos semanas sin saber nada de él. Han sido las peores dos semanas de nuestras vidas para todos en mi familia. Hemos pasado mucho miedo”, dice.
Zahara trabaja en Milán, en una empresa de embalaje. Ignora si su hermano podrá viajar con ella a Italia, pero en este momento eso no le importa, le basta saber que está bien, reunirse con él. Pero en su caso tendrá que esperar algo más, aún no le hicieron la prueba PCR. Sin un resultado negativo, no puede abandonar el campamento.
La joven se sienta junto al muelle a esperar. Enciende el teléfono móvil y charla por videoconferencia con los suyos, mientras a su lado pasa un anciano con dos chavales. El hombre tiene el gesto sombrío. Posiblemente tardará en sacudirse las pesadillas. EFE
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