
Por Fernando Calderón España
El poder inventó la política. La política inventó a los políticos. Los políticos dividieron el poder. Nació la teoría de los tres poderes. Comenzó la derrota del absolutismo. Fue el resultado del liberalismo cristiano por el que pasó Montesquieu. El francés, que fue incapaz de entender los dogmas de la iglesia y en sus Cartas Persas cree que es mejor el protestantismo para el progreso social, pudo haberse inspirado, para creer que había que dividir el poder, en el dogma central sobre la naturaleza divina de todas las iglesias cristianas: la trinidad. Tres personas distintas, pero un solo Dios verdadero. En el poder separado del estado moderno, hay tres personas diferentes, pero un solo poder verdadero. Aparentemente, esta acertada confusión produjo el cimiento del poder del pueblo. El pueblo tiene el poder para elegir a quienes tienen el poder para elegir a unas cúpulas que van a concentrar todo el poder. A ese juego de poderes le llamaron democracia. Que en su etimología es el poder del pueblo, pero que en su verdadera ontología es el poder que tienen unos pocos para perpetuarse en el poder. Y aún sin tener el poder.
La situación de Colombia no es más que una lucha por quedarse con el poder, y el poder es el presupuesto de la nación. Para “quedarse con el poder” hay varias estrategias: la nostalgia, el afecto, la exageración, la perturbación, la religión y, desde luego, la corrupción.
Nunca antes en este país, compuesto por una mayoría, sumida en la ignorancia política más profunda de este hemisferio, se había visto un episodio en el que un partido de gobierno, que está en el poder ejecutivo representando una institución para administrar el Estado, se vaya lanza en ristre contra otra institución democrática fundada para administrar justicia. Todo porque la perpetuidad del poder con pañete absolutista se ha visto amenazada.
En la perdurabilidad de ese poder político y de esa influencia sobre un sector que arrastra adeptos, ha habido nostalgias que se han convertido en exageraciones. O las dos. Llamar héroe a alguien que no ha cometido ningún acto heroico es una nostalgia y pensar en que no ha habido otra persona más importante en la política de los últimos cien años de Colombia, es una exageración en la que la comunicación y el escaso conocimiento de la vida nacional, juegan un papel determinante a la hora de producir un imaginario que la gente pueda creer. Y hasta apegarse a él.
En los últimos cien años de historia colombiana ha habido obras políticas de varios gobernantes que trazaron, dentro de la conveniencia de las clases dominantes que los pusieron en esos puestos, dimensiones superiores al hecho de conquistar los caminos que van de los centros urbanos a las fincas de los terratenientes, hacendados, ganaderos, mega-agricultores o los clubes sociales o centros de recreación de las clases altas nacionales.
Es cierto, hubo momentos críticos en los que parecía que el Estado estaba perdiendo la batalla. Pero, es que siempre la ha estado perdiendo, frente a otros enemigos que se han camuflado en la rebeldía armada, para no levantar sospechas. Claro, como el Estado, supuestamente, estaba combatiendo a la guerrilla, la corrupción, surgida del imperio del narcotráfico y del tráfico de influencias estaba campeando. Es más, ninguna de esas batallas ha sido ganada aún por el Estado y sus épicos héroes o patriotas al mando. El fin de la guerrilla, predicado como oferta ganadora, no dejó de ser un imposible y lo es, así otro gobierno, también salido de los privilegios, muchos de ellos ganados inmoralmente, les haya quitado un número importante de sus miembros. El flagelo está ahí.
Ahora bien. En el ejercicio del poder y sobre todo en el intento por perpetuarse en él, bajo el pretexto de un lejano asalto de una ideología que en Colombia ha sido aplastada, cuando no masacrada; por lo general, se cometen acciones que se piensan menores, pero que no dejan de estar revestidas de engaño y fraude. El episodio presuntamente doloso, en el que se vincula a un ex presidente, no deja de tener ribetes sacados de una película peruana, yugoslava o chilena. O de una crónica de los años treinta llenos de ebriedad. Lo peor, que la puesta en escena sirva para poner en duda la institucionalidad y, sobre todo, desde la misma institucionalidad. ¿De qué manera se le va a enseñar a un adolescente o a un joven que hay qué respetar la institucionalidad?
El drama se degrada, cuando sus actores enardecidos utilizan la misma técnica teatral de enemigos acérrimos quienes, en su momento, pusieron en duda ante un futuro sancionatorio, los mecanismos controladores que tiene la misma institucionalidad, así estuvieran en manos equivocadas. Es como si le estuvieran dando la razón a su peor enemigo.
En nuestra flamante división de poderes -y la palabra flamante viene de flama- se está produciendo una grieta tan enorme que la cacareada democracia que ostenta orgullosa esa separación, comienza a mellarse, tanto como la patria, que dicen amar con locura, empieza a ser expuesta a la tribulación.
Poner en duda la administración de la ley, cuya procedencia es el mandato soberano del pueblo, es negar la existencia misma del pueblo que ha soportado todas las etapas de la opresión social, económica y política; y que ha puesto con su decisión electoral, contaminada o no, la esperanza de mantener un Estado de derecho. La nostalgia, otra vez la nostalgia, por regresar en otro modo y en otra denominación al poder absoluto, oportunamente desterrado en parte por la fuerza de las ideas del Barón de Burdeos y otros de su tiempo, es el producto decadente de una degeneración de lo que los mismos dueños del poder se inventaron: la política.