Jorge Ocaña, Campo de Criptana (España), 3 jul (EFE).- En 2019, un millón y medio de personas acudieron a la marcha del Orgullo LGTBI+ en Madrid. Ese mismo año, a solo 150 kilómetros, el pueblo manchego de Campo de Criptana celebró públicamente por primera vez ese día, 41 años después de la primera manifestación en la capital de España.
No hubo grandes carrozas ni una multitud agolpada en la calle. Fue un pequeño acto en el Ayuntamiento al que asistieron los concejales y personas cercanas a los organizadores, la asociación Plural LGTBI Mancha.
La realidad de las personas LGTBI+ discurre a velocidades diferentes en las ciudades y en los pueblos españoles. En el mundo rural, las puertas de los armarios se abren tímidamente.
La estigmatización, la invisibilidad, la propia familia o ser el centro de los cotilleos son problemas que afrontan en mayor grado las personas homosexuales, bisexuales o transgénero que no viven en una gran ciudad. El “qué dirán” es la base fundamental del código ético de los pueblos.
Todos los jóvenes sufren la LGTBIfobia en mayor o menor medida, pero la presión social en entornos donde el anonimato prácticamente no existe eleva a la máxima potencia muchos de los miedos que se atraviesan a esa edad.
Campo de Criptana (centro de España) es uno de esos pueblos en los que, durante mucho tiempo, la orientación sexual debía ser vivida ‘de puertas para dentro’. “Teniendo a Sara Montiel como tenemos”, comenta entre risas Gabriel, de 25 años, que a los 14 salió del armario como bisexual.
Primero fue con sus amigos más cercanos, pero la noticia corrió como la pólvora por el pueblo. Una foto en la que aparecía besándose con su pareja corrió de móvil en móvil y entonces empezaron las risas y las “miraditas” por la calle.
Los episodios de odio que Gabriel tiene grabados a fuego ocurrieron la mayoría en su instituto. Como la vez que un cura acudió a dar una charla en la que la homosexualidad se trató como algo antinatural: “Era incómodo para mí, la clase me tenía acribillado, todas las miradas se clavaron en mí”.
No fue un hecho aislado. El instituto era un espacio inseguro en el que el acoso y los insultos se repetían de forma frecuente. Llegó a sufrir ataques de ansiedad.
“No quería estar ahí. De hecho, dejé de ir a clase”, lamenta. La noticia del suicidio de un joven gay en un pueblo cercano le dio las fuerzas suficientes para acudir al director del centro y pedirle que hablara con sus padres porque él no sabía cómo decírselo.
Con el tiempo, los ataques fueron desapareciendo. Ahora, Gabriel hace balance de lo que supuso no ocultar su orientación sexual.
“A pesar de haber salido del armario e intentar ser yo mismo, tenía una especie de contradicción. Le echaba huevos, pero luego me echaba para atrás porque se reían de mí”.
La mayor parte de su vida ha transcurrido en Campo de Criptana. Abandonar su localidad y mudarse a una gran ciudad no entra en sus planes futuros: “Soy muy tranquilo, en realidad”.
ÉXODO RURAL
No es el caso de muchas otras personas LGTBI+ a las que el miedo a mostrar públicamente su orientación o identidad les lleva a hacer las maletas. Por eso, la asociación Plural LGTBI Mancha Centro lanzó el año pasado la campaña “Yo me quiero aquí” para apoyar al colectivo en las zonas rurales.
La etapa universitaria supone para algunos jóvenes “una oportunidad para abandonar sus pueblos de origen y poder ser libres en una gran ciudad”, asegura Sergio Siverio, coordinador del grupo joven de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (FELGTB) y presidente de la asociación LGTBI+ Diversas. Incluso muchos “toman conciencia de que son lesbianas, bisexuales o transgénero o se visibilizan” cuando han “salido del infierno” en el que viven, señala.
La España vaciada se vacía aún más por el éxodo a lugares con mayor libertad e igualdad. Asturias, Castilla y León, Castilla-La Mancha, Cantabria y La Rioja carecen de leyes específicas para proteger al colectivo LGTBI y las tres primeras regiones registran altos índices de despoblación.
El informe del Observatorio Redes contra el odio de 2018 señala que el 71% de los casos de delitos de odio y discriminación se produce en las grandes ciudades, el resto en el ámbito rural. Pero los datos pueden no corresponderse con la realidad. La invisibilidad y el desigual acceso a recursos son los principales motivos para no denunciar, explica el Siverio.
VOLVER AL PUEBLO, VOLVER AL ARMARIO
“Una persona trans en un pueblo, normalmente se pasa la vida en el armario”, explica a Efe Iria, una joven originaria de una pequeña localidad asturiana. La mayoría de discriminaciones, miedos y confusión que puede sufrir la gente del colectivo se multiplica en el caso de las personas transgénero: su realidad es inexistente en el mundo rural.
Iria nunca les ha contado a sus padres cuál es su identidad de género, por lo que regresar a su pueblo supone una vuelta al armario “en todos los sentidos”. “Al principio fue bastante difícil, pero poco a poco te vas a acostumbrando porque vuelves a un entorno que ya viviste”, asegura.
Llegar a la universidad fue una “liberación” que le permitió conocer las vivencias de otras personas LGTBI+. “Recuerdo que la conversación de si eres LGTB es una de las tres primeras que tuve en la carrera y daba igual con quien hablase que a todo el mundo le había pasado en los primeros días”, relata.
Desde que puso un pie en Madrid, entró en el movimiento LGTB de su universidad y ha participado varios años en la asamblea del Orgullo crítico, que organiza la marcha alternativa a la oficial cada 28 de junio. A su juicio, los últimos cuatro o cinco años han sido los de mayores avances en visibilidad LGTBI+ en mucho tiempo, pero el camino, sobre todo en los pueblos, aún es largo.
Para afianzar el arraigo de las personas LGTB en sus pueblos, los colectivos deben ser más cercanos, opina Siveiro, quien lamenta que las organizaciones dediquen la mayoría de sus esfuerzos a las ciudades por tener “más repercusión en los medios de comunicación”.
La educación y la construcción de redes de apoyo son pilares fundamentales para cambiar la situación del colectivo en los pueblos. Pero Siveiro cree que la visibilidad es el factor esencial: “Antes de poner centros de análisis o denuncia hay algo mucho más simple, analizar por qué no salen del armario en sus pueblos y sí cuando llegan a la universidad o a las grandes ciudades”.
LA LUZ DE INTERNET
Hace un par de años el Ayuntamiento de la localidad gallega de Negreira decidió pintar un enorme mural con la bandera del arcoíris y un puño cerrado con motivo del Orgullo. Al verlo, Sara Riveiro, de 22 años y que se define como “un poco catastrofista y apocalíptica”, pensó que no duraría demasiado.
“Dije: Lo van a pintar, lo van a llenar de mierda, lo van a romper. Porque, claro, estaba al lado de la pista de fútbol y pensé que chocaría con los niños que juegan ahí”, comenta. Sus presagios no se cumplieron y el mural continúa intacto como símbolo de los derechos LGTBI+.
A los 14 años, Sara comenzó a ser consciente de su bisexualidad, pero no fue hasta un par de años después cuando empezó a contarlo. El proceso fue complicado, no por miedo a ser rechazada por sus círculos cercanos, sino por la propia invisibilidad social de su orientación.
“Estuve mucho tiempo negándolo, porque tenía claro que a mí me gustaban los hombres. Entonces si me gustaban, no podía ser lesbiana, no había nada intermedio o nada aparte”, explica.
La primera vez que escuchó la palabra bisexual fue leyendo una entrevista de Billie Joe Armstrong, cantante de Green Day. “En ese momento dije, ¿espera, qué?. Busqué en internet y flipé. Me di cuenta de que todo encajaba de repente”. Para Sara, Internet siempre fue una “vía de escape” y una “puerta abierta” a realidades que parecían muy lejanas de Negreira.
Irse a estudiar a Madrid estuvo muy ligado a la idea de encontrar a gente con la que pudiera encajar. “Tenía que irme porque es bastante complicado crecer cuando no entras en las dinámicas típicas de un pueblo o en las de género o de feminidad”, cuenta.
Pese a que siempre encontró un espacio seguro con sus padres y amigas, quedarse no entraba en sus planes. Pero el hecho de mudarse no ha supuesto una ruptura con su municipio natal, al que le siguen uniendo sus allegados, sus amigos y un profundo arraigo en Galicia.
En los 5 años que lleva fuera, algunas cosas han cambiado en Negreira. Varios armarios se han abierto en este tiempo y más gente, sobre todo jóvenes, han logrado visibilizarse.
“Me hace mucha ilusión que en este momento hay muchísima más gente (LGTBI+), no sé por qué, no sé cómo, pero lo celebro”. De lo que está segura, dice, es de que “no hay más gays porque no hay más gente informada”. EFE
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